Ediciones de las
Tres Lagunas
       
 
1° PREMIO EN CUENTO
     

 

LAZARILLO

 

de Gustavo Andrés FOGEL, Mar del Plata, pcia. de Buenos Aires

Parte I

De lejos, es un objeto indefinido. Sin forma ni color. No refleja la luz. No cambia de lugar. No emite sonido alguno.
De cerca, la situación no varía demasiado.

Playa serena, al mediodía. Varios chicos juegan a su alrededor. Lo molestan. Lo Invaden. El da media vuelta y agacha la cabeza. Se corre un par de metros para un lado, para el otro, gruñe, pero no se va. No va a moverse de donde está. Lo sé. Lo vengo estudiando desde hace tiempo.
Casi me atrevo a decir que lo conozco. No da la pata ni se hace el muerto. No le falta una oreja ni tiene la cola cortada. No lleva guardabarros ni reproduce mp3. Nada. Sin marcas en la solapa ni manchas en la piel. Claramente tosco, rudimentario. Elemental.
Un perro cualquiera.
Un perro común que vive en la playa.

Un perro de viento y arena. De días arrojados de veranos, de noches viejas sin luna ni fogatas. De cuero reseco. De sal. De colmillos gastados a fuerza de puro palo y hueso pelado. De párpados cargados de muelles y suicidas, tan pesados, que apenas dejan pasar un hilo do luz, la Indispensable.
Supongo, si me preguntan, que se está quedando ciego y le molesta el reflejo del sol. También puede ser que el horizonte le haya facturado un tajo en las pupilas, por donde vierte su líquida mirada, la que ignorante yo, confundo con una lágrima.
Es probable.

Parte II

Mí nombre es Julio, si esto tiene alguna importancia o acaso alguien está tomando nota. Todas las mañanas salgo a caminar. Me gusta y lo tomo como parte de mi trabajo, lo que es una suerte, ya que caminar es una de las pocas cosas que aún puedo hacer. Camino para distraer las piernas y ejercitar la mente. Como si fuera una mascota. Igual. Percibo cuando se sienta y me observa con la correa entre los dientes y esa mirada de ruego, como diciendo, "Basta, salgamos a caminar, eso que estas escribiendo son puras boludeces."
Entonces apago la maquina, tomo la campera, la gorra y salgo.
Mientras camino, ella corre de aquí para allá, husmeando cada rincón extraño. Cada árbol. Cada casa. Por un momento se va detrás de un gato repartidor de pizza, luego vuelve corriendo, intentando atrapar los gorriones que aplauden en la plaza. Un tanto idiota, lo admito, pero sin prejuicios. Sencilla y modestamente libre. Naif.
Cuando nos cansamos de dar vueltas o las ganas de unos mates se vuelven un contrapeso irresistible, regresamos a casa. Allí ordeno las ideas, las divido, rescato las que fueron quedando en la gorra y caliento las medias sobre la estufa. Todo al mismo tiempo.
Además, cuando las ideas se acaban, o la garrafa, como sucede a veces, siempre están los amigos que te tiran un hueso. Bueno, no siempre. Es verdad. Como sea, el caso es que si alguien quiere saber del perro de la playa, que me pregunte a mí. Lo conozco mejor que nadie, podría escribir una historia sobre él.

Parte III

Siempre igual, misma playa, mismo lugar. Todo el día echado frente a la escalera, metros más o menos, unos pasos al costado del kiosco de madera. Quieto. Pensando en algo, no sé.
Mira el mar fijamente, secándose al sol. El mar y él, los dos, cuando hay sol, claro. Duro de frío, chorreando agua, cuando llueve. Chirriando.
Desde el mediodía y hasta entrada la tarde, el perro ocupa un espacio celestial, oblicuo. Delimitado al margen de todo. Solo, mientras el tiempo continúa su marcha hacia el poniente, llevándose todas nuestras horas, desde las más inútiles, hasta las más preciadas.
Duerme de a ratos y no he visto que coma o torne nada. Parece que vive del aire o, como prefiero suponer, está hermanado a algún recuerdo y se alimentan mutuamente. Quien sabe.
Desde la orilla, el día se acorta hasta que la sombra del kiosco le acaricia el lomo, entonces despierta. Tenso. Violento. Con toses secas y amargas. Con sed de oscuridad. Ladra. Ladridos cortos como disparos que le salen de la garganta. Las orejas altas, buscando el cielo con sus ángeles y demonios. El pecho lleno de gaviotas, de barcos. De abrazos repletos de la gracia de Dios. De glorias y aleluyas. Con miles de corderos saltando las olas. Con infinitos peces brillando en e! aire. Con infinitas manos.

Infinito mar.

Gime, y es la desolación más pura ahogándose en la arena.

Parte IV

Indiferente, la sudestada avanza borracha de nubes por los techos, renovando el azul con plomo y ceniza.
Las mujeres y los colectiveros se apresuran a recoger los restos del día; La ropa que se agita en las cuerdas, indefensa. Una pareja sin dinero para el taxi. En otro lugar, los postigos, conocedores del viento y sus cambios de humor, pliegan las alas y se ocultan, circunspectos.
Los diarios, en cambio, vuelan y esparcen las noticias con absoluta libertad. Felices. Locos de contentos, diría.
A medida que oscurece, la ciudad abandona las calles y goza de cubrirse hasta las orejas con libros y chocolates rellenos de sexo y T.V. por cable. Enredan los pies, los brazos, se hunden entre sueños sicalípticos y bolsas de agua caliente. Los que pueden, claro. Los que no, se amontonan en rincones oscuros, bajo las escaleras o en los pasillos de la terminal, donde se exhiben entre orines y trajes de comunión, mutilados de toda piedad, herejes. Marginales.
Afuera, los límites abandonan el mundo. Este mundo al menos. Se diluyen bajo la lluvia que brota de aleros y paraguas. Se evitan.
Lo que es real y lo que no, depende solo del punto de vista.
Las sombrillas enmudecen y el mar extiende sobre la costa un sudario de fina llovizna. Las formas pierden el color, se apagan. Los objetos deambulan sin recordar quienes eran antes de la tormenta. Luego la playa queda vacía. Nula.

Desaparece.

Por último, de pie en la escollera, sin bufanda y con los guantes en el bolsillo, despojo un silbo vulnerado que eleva su oración hasta la luna, luna que no veo ni comprendo, para caer otra vez ante mí con las manos ciegas y vacías. Mudo. Derrotado por un silencio que ríe a carajadas.
Desde el fondo de la gorra, el frío se monta en mis hombros y besa mí frente con pernicioso deleite, como si supiera el escaso contenido de mí garrafa.
A pocos metros, el perro observa y gruñe, nada más. No va a moverse de donde está, lo sé. Lo conozco. Diría que lo estoy viendo, pero eso sería demasiado decir de un viejo ciego como yo.



 

2° PREMIO EN CUENTO
     

 

THAUTON, EL DIOS ESCRIBIDOR

 

de Jorge Luis SAGRERA, San Pedro, pcia. de Buenos Aires

Thauton es el dios escribidor. Su tarea resulta ardua, acaso ingrata. Es una tarea de compaginación, no de creación: el Dios Creador piensa, imagina, sueña, y Thauton escribe en el Libro. Superada esa instancia, las nuevas criaturas, transitan de la Vacuidad al Jardín.
Varones, mujeres, innumerables especies animales, vegetales y minerales, aguardan que Thauton registre los legajos en el Libro para que sus rostros se iluminen y comiencen a ser.
El dios escribidor asienta información como ésta: fecha de alta en el Jardín; nombre de la criatura; características físicas, químicas, sociológicas, espirituales según se trate de la especie humana, animal, vegetal o mineral.
Hay un renglón que se llama Paso (reservado al hombre), que refiere al encuentro, en el octavo día, de la criatura con el Dios Creador.
Transcurre el séptimo día. El Dios Creador descansa. El suspiro hacedor en el ocaso del sexto día rayó el infinito. El dios escribidor es desbordado en la tarea. Las nuevas criaturas, estancadas en la Vacuidad, deambulan sin rostro. Esperan que sus legajos sean llevados al Libro.
El dios escribidor presenta la dificultad al Consejo. Se le autoriza convocar a dos dioses (de la cuarta línea) para que apresuren la tarea.
Thauton dividió el trabajo en dos grupos (la prioridad era el hombre, a quien, el Dios creador, había confiado completar La Obra). Asignó a un dios los legajos de los varones; al otro, los legajos de las mujeres. En una segunda etapa abordarían el resto de la creaturas.
Los dioses trabajaban con eficacia. Thauton recorría la sala y aprobaba con su firma (firmaba ya sin revisar) el ingreso de las criaturas al Jardín.
Miles de años transcurrieron y los dioses de la cuarta línea comenzaron a mostrar signos de fatiga. Thauton escrutó la Vacuidad: quedaban unos pocos humanos esperando para entrar al Jardín. Thauton, sin consultar al Consejo, resolvió una pausa.
Cien años pasaron. Los dioses de la cuarta línea regresaron a las mesas de trabajo (acaso lo que sigue estaba escrito en otro Libro). Al momento del aviso de descanso habían quedado en el Libro dos legajos abiertos: uno correspondía a un varón, otro a una mujer. Animados por adentrarse en la segunda etapa de la tarea, la dar de alta en el Jardín a la especie animal, vegetal y mineral, los dioses no tuvieron en cuenta aquel desliz.
El dios encargado de los varones, tomó el legajo del granito y lo asentó en el Libro. Entonces, el legajo de aquel varón incompleto, ingresó al Jardín con una de las propiedades del granito: la extrema dureza. En el otro lado de la mesa, el dios encargado de las mujeres, llenó el legajo de aquella mujer incompleta con las características de la culebra.
El error fue descubierto de inmediato. Pero la mutación se había operado veloz. En el Jardín se introdujo un acontecimiento nuevo, oscuro: la Muerte... El corazón del varón se endurece y deja de latir. La mujer agita la lengua y mata a su paso.
En el crepúsculo del séptimo día el Jardín revienta de cadáveres. El Dios Creador aún no fue notificado: Thauton confía en salvar su error.

 


 

3° PREMIO EN CUENTO
     

 

LA PIEDRA

 

de Roberto Fernando MOMO, Open Door, pcia. de Buenos Aires

I

Al Hi Chi vivía en una choza de piedra y paja como todos los campesinos del lado norte. Tenía ya sesenta años y estaba perdiendo fuerza para trabajar. Aún así anudaba cintas alrededor de la fruta y levantaba barro viejo con las manos para abonar la verdura,
Había tenido la piedra desde niño. No podía recordar muy bien quién se la había dado ni cuando, aunque recordaba vagamente a su padre. Esa tarde, después de encerrar las cabras, entró a la choza y buscó bajo las lajas del hogar; allí, envuelta en una tela blanca y hojas de menta y fresno, estaba la pequeña piedra verde. No tenía mucho de particular si se la miraba con ojos ignorantes, pero Al Hi Chi sabía que poseía magia. Lo sabía desde que su padre (o alguien parecido a él) se la había entregado, lo sabía desde que había cruzado el Río Verde para establecerse en el norte, lo había sabido siempre. Lo que el señor Chi no sabía, ni su padre había sabido, ni su abuelo, era qué clase de magia tenía la piedra.
Era misión del señor Chi, como lo había sido de su padre y antes de su abuelo, descubrir cuál era la magia de la piedra: si otorgaba fuerza o inteligencia, si hacía crecer las cosas vivas o las mataba, si permitía viajar a las estrellas o encontrar agua.
Por eso, todas las tardes Chi se sentaba junto al fuego a mirar la piedra esperando una revelación.
Esa tarde sostuvo la piedra en la mano cerrada y se puso a mirar su cama distraídamente, como lo hacía siempre que quería pensar en el pasado, entonces descubrió para qué servía la piedra.
Al Hi Chi se sintió arrastrado por una fuerza ardiente y vio con estupor cómo la cama se acercaba hasta envolverlo y lo tragaba. Estuvo dentro de la madera., vio sus fibras y huecos, nubes eléctricas sin color que zumbaban por todas partes, fue masticado por gusanos y olió los exudados de los hongos. Y supo más. Tuvo la memoria del árbol y su cuerpo fue recorrido por las sierras y atravesado por clavos. Y antes sintió la savia corriendo por sus... ¿venas? Y aún antes se descubrió encerrado en un hueco húmedo y oscuro.
Al Hi Chi cerró los ojos y desde su mano, desde el punto exacto en que la piedra lo tocaba, volvió a ser él, sentado junto al fuego.
Durante muchas noches exploró y durmió luego con la piedra encerrada en su puño.

II

Un crujido en la cumbrera como de viento, pero sin una brisa. Chi escuchó desde el fondo del sueño y se sobresaltó. Un suave chapoteo en el barro, como de cabra, pero no era de cabra. Desde abajo de los párpados pesados el señor Chi respiró agitado. Algo rozó la tela de la cortina mientras la puerta se abría sin ruido. El señor Chi estrujó la cobija. El viento balanceaba los cuencos con aceites y las cintas de los almácigos mientras la sombra de un ladrón se deslizaba suavemente sobre el piso de tierra de la choza.
Al Hi Chi se incorporó de un salto y sintió un cuchillo que le desgarraba el brazo izquierdo. Saltó al piso y al levantar la vista vio un rostro asombrado y aterrorizado que lo miraba en la sombra mientras unas gotas de sangre lamían sus dedos. Chi lo miró fijamente apretando la piedra en su mano y cuando comprendió fue muy tarde. Un viento caliente lo arrastró al interior de su atacante. Cuando se vaporizaba a través de la piel pudo escuchar su corazón acelerado y la sangre que rozaba su frente por dentro; escuchó las palabras de la noche anterior, palabras sobre piedras mágicas y riquezas insospechadas. Le llegaron olores como ráfagas de luz, y en el centro de todos el olor del miedo. Hubiera gritado pero no tenía boca ahora. Se introdujo en el otro como quien se sumerge suavemente y supo que en el centro había algo esperándolo.
El odio lo golpeó como un espejo, lacerándolo y dispersándolo. Una cuchillada en el estómago derrumbó su cuerpo y, mientras la sangre tenia el barro, el ladrón tomaba la preciosa piedra y corría hacia su propia choza. Chi lo sentía correr con cada golpe de oxígeno y calor; y entre golpe y golpe iba hacia adentro, hacia el espejo inexorable, hacia el centro. El lazo con la piedra se había roto, el cuerpo estaba muerto; Al Hi Chi no tenía adonde ir, salvo hacia el centro.

III

Ki Sé entró corriendo a su casa y le mostró a Li Wan la piedra mientras lloraba y sudaba en silencio, apretando el cuchillo contra el pecho. Li Wan vio en sus ojos un brillo áspero y desconocido pero no le prestó atención; tomó el cuchillo, lo lavó cuidadosamente, guardó la piedra en un odre y le indicó a Ki Sé con un gesto que se acostara. Había viento.
Ki Sé se tendió mirando el techo de paja; cruzó sus manos sobre el pecho y escuchó. Sólo se oía el viento y algunos ladridos. Quería dormir. Dejó que su pensamiento vagara por el extraño día que había tenido; imaginó riquezas futuras; pensó en el mercado y en el día siguiente, cuando intentara vender la piedra que había robado. Quería dormir. Se dio vuelta y abrió los ojos. Furioso los volvió a cerrar y se dijo a sí mismo que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. Después de todo, sólo había sido una muerte más
Ki Sé quería dormir toda la noche. Sin embargo, un terror frío comenzó a invadirlo cuando se empezó a llenar de recuerdos que no conocía.



MENCIONES ESPECIALES CUENTO


“Liberación Final”
Susana María CAVALLERO, de Monte, pcia. de Buenos Aires

“Un giro del destino”
Leopoldo G. ROMÁN, de la ciudad de Córdoba

“Padrenuestro”
Rodolfo E. GRASSÍA, de Azul, pcia. de Buenos Aires

“La marca secreta”
Mirta HARISPE, de Gualeguaychú, pcia. de Entre Ríos

“Eleazar”
Daniel Alberto GARCÍA, de Avellaneda, pcia. de Buenos Aires

 


 
     

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