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EL PROSTÍBULO DE LA ESTACIÓN
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de FRANCISCO JOSÉ CASTANO de ROSARIO, provincia de Santa Fe
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Afuera había un farolito, apenas sostenido en la pared, del que salía una tenue luz roja que indicaba a desconocedores del lugar que allí estaba el templo del amor regimentado por turnos, conocido por los conocedores como “El Gato Verde”.
Adentro, la lechosa luz amarillenta de una lamparita sobreviviente de alguna guirnalda carnavalesca, como su parienta, que señalaba afuera de la casa que allí era, corría untuosa por las paredes medio descascaradas, con grandes lamparones de humedad, mostrando o ¿tratando de ocultar? el paso del mismo tiempo que había corroído a la casa y a la regenta del lugar.
Para todos, oficialmente, Madame Filú. En realidad su nombre era Filomena, venida de Arribeños, Pcia. de Buenos Aires, pero un gringo chacarero que la reconoció la rebautizó Filumena y quedó en Filú, más fino y de más cartel francés.
El gringo la conocía de hace años cuando iba con los padres y ocho hermanos a su chacra, a la juntada de maíz.
A los doce años no había pasado de segundo grado, ante el constante abandono anual de la primaria a mediados de marzo para irse al campo. Cuando volvía a fines de mayo, se “reenganchaba” en segundo grado hasta que cumplió los quince y entonces, por vergüenza, al ser ya una mujercita bien desarrollada no “calzaba” en el grupo de nenas y nenes de siete u ocho años. Parecía la mamá o la niñera.
Aquella mujer a los treinta y cinco años era una máscara llena de arrugas, y de diferentes “manos” de cremas, carmín, y colorete barato.
Parecía una foto de revista en colores que hubiera sido hecha un bollo para tirarla y luego por arrepentimiento se intentó plancharla con las manos, en un desesperado esfuerzo por revivir la imagen y volver a alisar aquella cara reiterando el acto una y otra vez, en una irretornable búsqueda de la perdida lisura de otrora.
Ella, “la Madama”, era madre, padre, tía y abuela, enfermera y confesora de las cuatro pupilas cama adentro que trabajaban allí en uno de los dos oficios más antiguos del mundo desde Adán y Eva para acá. Como todos saben, el otro es ser ama de casa.
Los viernes y sábados se aumentaba el stock de carne humana para el sacrificio al dios Eros con chicas que venían temporarias desde Vedia, o Junín o Venado Tuerto.
La “señora”, como también a veces la llamaban y este signo de respeto la “inflaba” como a un pavo real, controlaba con un ojo, el movimiento de la puerta de calle y con el otro la salida y entrada de los clientes a las “oficinas” de sus pupilas.
Con una mano acariciaba la panza de su gato, ¿o gata? de Angora negra con un gran moño verde que dormitaba en su falda entre el prominente vientre y las rodillas, en un difícil equilibrio. Con la otra mano tamborileaba con las “fichas” de los futuros visitantes, en una lata, como si jugara con un cubilete de dados. Con el pie izquierdo llevaba el compás de la música del salón, y con el pie derecho manejaba un timbre para agilizar a las chicas o algún demorado demasiado en la pieza.
Viéndola allí sentada en su trono, digamos, desde la otra punta del salón, daba la impresión que ella estaba en misa, tal era su imagen de somnolencia y beatitud.
Alguna vez alguien, por entre las parejas que bailaban en el saloncito al ritmo de un tango, en procaces actitudes, le había soplado con un cañita una bolita de paraíso que con asombrosa puntería le pegó en la frente.
No lo vio. Pero lo intuyó. Se fue derechito hacia el autor del acto. Parecía una locomotora como bufaba. Había dejado la gata ¿o el gato? sobre su escritorio-mostrador-mesa de recepcionista y cuando estuvo frente a el, y no le había errado, se plantó con las piernas abiertas, su pecho de grandes senos redondos que superaban, rebalsando promocionalmente el corpiño amenazaban desbarrancarse por el canesú abierto o el cuello de volados rojos. Con los brazos en jarra, apoyando sus manos en las salientes de su prominente cadera le dijo:
-Che pibe, ¿vos siempre sos así de vivo o sólo cuando estás acompañado con otros boludos como vos?
Dicho este enjundioso y académico discurso le encajó un sopapo con la mano abierta que le hizo trinar los dientes, tras lo cual lo tomó de una oreja y como si fuera un muñeco lo llevó hasta la puerta de calle y allí lo acomodó pegándole un feroz puntapié en el culo que lo mandó a la zanja que había en el costado de la vereda de ladrillos, llena de agua estancada de las lluvias recientes.
Cuando volvió al salón miró a su parroquianos uno a uno; estos habían quedado estáticos como en foto y les espetó en didáctica admonición:
-¿Vieron lo que le pasa al que se porta mal aquí? Bueno, que siga el baile, dictaminó.
Terminada la recorrida visual y la reconvención, se reacomodó en su sillón, recuperó el gato, ¿o la gata? y tras un resuello casi vacuno, dijo con voz, fuerza y tono que no diera lugar a dudas:
-Señores, ésta es una casa de gente seria y trabajadora. Y muy decente! Recalcó.
Con ello cerró el acto y las parejas retomaron el ritmo bailable, ahora con un pasodoble en un disco por la orquesta de Feliciano Brunelli que la vitrolera Julia puso en el aparato, al que le había dado también una ración extra de cuerda para que no se detuviera en alguno de los dos discos que seguirían para entretener a los presentes, mientras las chicas “trabajaban” o cuando al terminar el turno se preparaban para el siguiente visitante de su pieza, ofreciendo sus “encantos” para bailar o “acompañar” a algún solitario o tímido huésped de esa noche.
En el salón, los hombres conocedores del lugar se iban “corriendo” en las sillas o en los bancos de madera reocupando las ubicaciones que dejaban los que habían pasado a los interiores de la casa.
Aquello parecía una cadena de montaje de máquinas, que una vez terminadas saldrían por la puerta del burdel de la estación de trenes de mi pueblo: Teodelina.
Al final de la noche, cuando ya se había cumplimentado la razón del viaje a la estación y el grupo estaba presto para volver al pueblo, apareció el joven víctima de la “Madama” pegadora.
-¿Me llevan p’al pueblo? -Preguntó.
-Sí, dale!, subí, apurate que está por llover. -Dijo el conductor del Ford.
-Esperá, voy a ver si me devuelven el sombrero, -dijo el chico y se encaminó hacia la puerta cancel abajo del farolito de luz roja, golpeando con el llamador.
Era un estropicio humano. Embarrado hasta las pestañas. Los pantalones por encima de los tobillos, arremangados. Los zapatos chirriantes de agua y barro. Casi entumecido.
Apareció “la Madama” y le dijo cuando lo reconoció:
-Y vos, que querés ahora?
-Señora, por favor, quiero mi sombrero. Yo es la primera vez que vengo y mis amigos me culparon, por lo que usted entonces me pegó, pero yo no fui señora. Se lo juro, señora, -mintió balbuceando.
A “Madame Filú”, cuando le decían una vez señora se empavesaba toda, el pibe lo había dicho tres veces, y además le pidió por favor, con lo que terminó de desarmar a la castigadora dama.
-A ver, entrá, le dijo. Pasá al fondo y preguntá por “la Julia”, decile que te bañe y que te atienda. Ella esta hoy con la flor roja, con la rosa y por eso no trabaja pero a vos te va a atender. Andá y que te dé de comer después. Mañana te vas como puedas.
-Andá -repitió-, antes que me arrepienta, -y lo dijo ahora en tono de perdona vidas.
Lo palmeó amigablemente en el hombro y en la nuca metiéndolo dentro de la casa como a un hijo, que habiendo hecho una gran travesura, lo jocoso e ínfimo, aunque grande, no justificaba un castigo, pero sí un reto.
“La Madama” saludó finamente con un pañuelito rojo al grupo y los muchachos del Ford pusieron en marcha el auto y el run-run del motor dormitó a casi todos después de los esfuerzos realizados en esa noche, mientras en la capota del coche se empezaron a oír los golpecitos de las gotas de la lluvia que ya estaba allí con los relámpagos iluminando el camino de tierra de regreso al pueblo.
-Metele, apurá, a ver si todavía nos encajamos. ¡Qué suerte la del pibe! Se quedó en la casa a dormir y se vendrá mañana con “El Solito” cuando pase por la estación para el pueblo.
-Vieron que no cantaron los gallos, -dijo otro de ellos-. La tormenta va a ser brava!!. Apurá...apurá.
La madrugada invernal del domingo empezaba a mostrarse más a menudo, con el cielo iluminado ahora por los relámpagos en el camino del retorno a casa.
En la estación de trenes estaba el convoy lechero de las siete, resoplando, listo para su diario recorrido lácteo hasta Junín.
La “Madama” hizo las cuentas de las “chapitas” de la noche con sus “pupilas”, saludó a las “chicas” y con el gato ¿ o la gata? en brazos desapareció en su pieza canturreando “Arrabalera”, tratando de imitar a Tita Merello.
Adentro, Julia, desnuda, bañaba al pibe y éste la miraba embobado, de arriba abajo, descubriendo un mundo de placeres y erotismo en las habilidades manuales de la meretriz.
La tormenta y el viento arreciaban afuera lo que prometía un domingo “casero”, sin trabajo, en descanso a pata ancha ya que los caminos de tierra estarían intransitables y los “pajaritos” de las quintas y las chacras o el pueblo no “volarían” a la estación a visitarlas y posarse en las ”chicas”.
El pibe volvió al pueblo el viernes a la tardecita en un carro que había ido a la estación a recibir las encomiendas, diarios y revistas llegadas a las cinco de la tarde desde Buenos Aires.
Volvía limpito, atendido con máximo esmero durante cinco días por siete mujeres, la ropa lavada y planchada, una camisa y medias nuevas, más un pullover regalo de “la Madama”. Peinado con “Glostora”, perfumado y entalcado hasta los pies, fue paseado alrededor de la plaza “Ituzaingó” en el carro que lo trajo y recibió un estruendoso aplauso al entrar en el “buffet” del Teodelina Foot-Ball Club, con la envidia de todos los varones.
Al poco tiempo “el pibe” se sacó a “la Julia” del quilombo y con ella se fue a vivir. Compraron con los ahorros de la chica y de él una panadería en Río Segundo. Tuvieron dos hijas, una de ellas abogada, hoy jueza nacional y la otra bioquímica de una multinacional. Antes, “el Pibe”, venía cada dos meses al pueblo, hasta que murió su madre. Ahora se allega solamente para el dos de noviembre.
Vive casado con Julia, excelente esposa y madre en una casa grande, con un gran parque al lado de la panadería, en Río Segundo…
...y la “Madama”, ya retirada de los “negocios”, vive en Buenos Aires. Es viuda de un director de un banco norteamericano. Tiene ochenta y cinco lúcidos años, una sólida situación económica y los visita cada tanto, con un novio que se ha conseguido cuarenta y cinco años menor que ella...
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de SUSANA AGUAD de la ciudad de BUENOS AIRES
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El buda de oro que traje de China en 1947 seguía mis movimientos mientras yo me hamacaba en el espacioso living. Amaba esa figura patriarcal y mágica, ya que le atribuía más de un fenómeno de felicidad a lo largo de mi apacible existencia. Amaba también el crucifijo ruso de oro y rubíes, los totems de la isla de Pascua, las estatuitas de ébano de Tanzania y la enorme tumba que en forma de vasija de cerámica presidía la entrada al vestíbulo de mi casa.
Quizás por el hecho de haberme esforzado por conseguir objetos de incalculable valor y belleza, y de haberlos incorporado al escenario de mi vida cotidiana, les cobré con el tiempo una devoción profunda, rayana en la adoración. Cada uno, hasta el altar portátil del rito ortodoxo que compré en una feria de Atenas, me evocaba lugares y momentos y despertaba la admiración de mis pocos amigos que me consideraban el coleccionista más importante de la ciudad, y tal vez del país.
Mi mujer limpiaba con infinita paciencia la vajilla de cobre holandesa, las ruecas medioevales, las artesanías chinas, los peltres alemanes y mi colección de relojes suizos de pared. Limpiaba, o mejor dicho, acariciaba una y otra vez con su franela impecable el cuerpo redondo de mi buda antes de comenzar con todo lo otro. Ni siquiera Enrique, nuestro mucamo, caracterizado por su minuciosidad, podía igualarla en esa tarea.
Debatiendo con ella sobre los medios de preservar nuestra riqueza de la codicia ajena, llegamos a la conclusión de que nuestra casa carecía de protección suficiente. No había rejas ni perro guardián y aunque estaba circundada por un muro de ladrillos, éste era fácil de escalar.
Coincidimos en la necesidad de adquirir un perro dogo y entrenarlo para el ataque.
Instalamos un sistema de alarma que sirviera de alerta a fin de que el perro saltara sobre cualquier extraño que lo hiciera accionar.
Al cabo de pocos días, un orgulloso y brillante dogo se paseaba ansiosamente por nuestro jardín. Era imponente y temible. Apenas fijaba la mirada sobre nosotros surgía la duda sobre si nos conocía lo suficiente como para tenerle confianza. Salivaba constantemente, quizás porque lo alimentábamos un poco menos que lo necesario para tener siempre estimulada su ferocidad, y sólo obedecía a las órdenes que le impartíamos en inglés, ya que su amo anterior había sido un cónsul de esa nacionalidad.
Pensé con satisfacción que ya no seríamos esclavos de nuestras pertenencias y que, dejando a Enrique en casa con ese perro, podíamos pasar tranquilos un mes de vacaciones en la India.
Una tarde inmóvil y agobiante de verano, mi mujer, que pasaba su franela sobre la superficie dorada del buda chino, hizo un desafortunado movimiento como consecuencia del cual el pesado cuerpo se deslizó entre sus manos y se estrelló contra el piso. El buda no sufrió sino algunos magullones en mejillas y codos pero esto fue suficiente para sumirme en un estado tal de desesperación que perdí el apetito y me negué durante dos días a consumir más que agua. Por supuesto, anulé nuestras vacaciones en la India.
Mi mujer reaccionó violentamente y decidió enfrentarme de un modo grosero, propio de una verdulera. Sin embargo me contuve y le respondí con un silencio absoluto. Creo que recién entonces advirtió el abismo que nos separaba, pero no parecía afectada por algo que consideraba pasajero. Después de todo, el buda seguía existiendo y sus heridas podían restañarse. Pero como con el correr de los días yo no cambiaba de comportamiento, ella hizo lo suyo: resolvió irse y partió con una valijita de mano donde llevaba sólo lo indispensable. Su partida me tranquilizó, gocé de una merecida soledad, y temí que volviera pronto y me obligara a prohibirle que transitara por los lugares donde estaban mis objetos más preciados.
Ese jueves —atardecía y los bichitos de luz encendían sus linternas en el césped— pensé en mi vasija de cerámica que contenía el esqueleto de un indio enterrado en su interior hacía por lo menos un siglo. Cualquier fisura, cualquier golpe significaría un daño irreparable en esa obra maestra de barro cocido. Pero todo era igualmente delicado, todo merecía la misma consideración. Me apoltroné en el sillón del living pensando en esto y noté que el buda me miraba tristemente. Con su mejilla izquierda hundida tenía ahora un aspecto triste y hasta payasesco. Lo que ha ocurrido conmigo —parecía decirme—, podría ocurrir con la vasija, o con el jarrón etíope de cerámica negra cuyo traslado me había costado una fortuna.
Indudablemente el descuido de mi mujer no había sido intencional. Ya estaba vieja y hasta la más insignificante tarea le alteraba los nervios. Pero yo no podía vivir el resto de mis días angustiado por el sufrimiento que pudiera infligirme. No podía vigilar cada uno de sus pasos hasta volverme loco. Y cuando llegué a esa conclusión resolví cambiar la cerradura de todas las puertas de acceso a la casa.
Llegó el domingo, día que Enrique estaba de franco. Me hice la comida, lavé los platos, dormí la siesta y conecté la alarma, lo que hacía invariablemente a las siete de la tarde. No me sentía tranquilo. Ahora estaba solo con el perro. Totalmente solo. Tenía la sensación de que me estaban vigilando, de que alguien estaba al acecho. Mi confortable soledad tan consustanciada con mi naturaleza, y el silencio que campeaba por la casa podían ser alterados por alguna inoportuna y provocadora incursión.
Me acosté en el diván con la mirada de mi buda sobre mí irradiando destellos enigmáticos. Era de esperar una venganza. Lo habían maltratado como a cualquier vulgar mortal, justamente a él que había salvado del sufrimiento a millones de seres, del sufrimiento que produce creer en la muerte como definitiva, en la nada como definitiva.
Dormité en medio de pesadillas espantosas en las que, de distintas maneras, aparecía mi mujer con su trapo de gamuza. Me limpiaba, frotaba mi cara como si quisiera arrancarme la piel y lo iba logrando poco a poco.
A las tres de la mañana –supe la hora por el reloj de pared— me desperté horrorizado. Felizmente mi cara no había sufrido ni un rasguño, todo estaba en su sitio y podía seguir durmiendo. Me relajé y logré conciliar el sueño nuevamente. Pero apenas cerré los ojos me sentí aprisionado entre los brazos de mi mujer. Estaba reducido al tamaño de un muñeco y me zangoloteaba meciéndome bruscamente hasta que de pronto sus brazos se abrieron para dejarme caer.
El impacto del golpe contra el suelo me volvió a la realidad. Me había caído, ciertamente, pero del diván a la alfombra. Me había deslizado hasta el borde del diván y caído sobre la alfombra, eso era todo. Y entonces, apenas comenzaba a recobrar mi lucidez, escuché unos alaridos terribles que parecieron salir de la hecatombe onírica que acababa de sufrir. Esto sí que era insoportable. Ahora no soñaba, estaba perfectamente despierto. Mi mujer ya no me tenía entre sus brazos. Pero esos gritos ¿eran suyos? ¿estaba allí ella?
Los gritos eran suyos, sin duda. Después de treinta y cinco años ¿cómo podía no saberlo? Sabía que era ella quien gritaba. Hubiera distinguido sus gritos aunque nunca la hubiera escuchado gritar.
Dejé transcurrir unos minutos y me incorporé con calma, lentamente. Sentía un intenso placer y una intensa indiferencia, como bajo el efecto de una droga. Ya nada podía importarme, debía solamente esperar que cesaran los gritos, y cesaron.
Cuando traspuse el umbral del vestíbulo el silencio sólo era interrumpido por el jadeo del perro. Entre las losetas del jardín, un hilo de sangre describía un sendero irregular que comenzaba más arriba, donde el collar de oro de mi esposa –aquella joya real que le compré en la Place Vendôme— arrancado de su cuello, parecía una serpiente de escamas rojas.
Sin duda que intentó hacerse reconocer por el dogo antes de desconectar la alarma. Su objetivo era tan misterioso como claro. De robarme a mí se robaba a sí misma, pero de triunfar en ese intento en unas pocas noches hubiera logrado destruirme. De modo que no quise acercarme a ella. ¿De qué me valía contemplar algo tan tremendamente feo? No quise ni siquiera tocarla para cerrar sus párpados. Ya lo haría Enrique cuando viniera. Entré en la casa, me senté sobre la alfombra cruzando las piernas, y creí advertir en mi Buda una sonrisa triunfal.
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de DANIEL OMAR ALOISIO de RÍO CUARTO, provincia de Córdoba
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Gris.
El cielo está gris, como mi alma, debo decir. No se trata de una ilusión, ni de un sofisma, ni de la falaz argucia de un ilusionista de feria que intenta impresionar a su público. Nada de eso. Ni remanso, ni quietud, ni calma, ni sosiego.
Tristeza.
Profunda e insondable, tan impenetrable como esos ojos que me apuñalan desde una foto, rojiza como la cabellera de ese niño que me observa desde otra. Un año, quizás dos. ¿Qué edad tenían mis hijos cuando se las tomé? No importa. Han crecido.
Mañana ya es viernes... — murmura alguien ociosamente en la cocina, y deja flotando la frase.
Quizás intenta iniciar una conversación memorable, tal vez sólo quiere decir algo como para acortar un poco la tarde.
Es increíble como pasa el tiempo —dice otra voz, y sus palabras suenan como si fueran una repuesta.
Suspiro con cierto fastidio. No creo que lleguen a oírme. Su conversación deriva ahora hacia el tema de los remedios. Los que han tomado, y los que les quedan aún por tomar.
Advierto que cada frase que deslizan es apenas un pensamiento hecho palabras, una máxima banal cuyo único valor es el que les otorga el haber partido de la boca de un anciano. Hablan como si los años les disculparan la incoherencia, como si el tiempo justificara cada frase inconclusa.
Quizás sea su manera de aferrarse a la vida — pienso—. Tal vezse trate de...
—¡Salga de acá, viejo de mierda!
La frase me llena el oído, me sacude. ¿Se dirige a mí este joven? —digo para mis adentros—. El puntapié en las costillas me obliga a ponerme de pie. Esa no es la respuesta que esperaba a mi pregunta, pero es la única que recibo. Abro los ojos desmesuradamente, mis oídos zumban como mil panales. Comprendo entonces que algo ha cambiado. Ya no estoy en mi habitación del geriátrico, estoy... ¿Dónde?
—¿Dónde? —le digo al muchacho que se queda mirándome con gesto hosco.
No me responde. Sigue en la vereda, acomodando el cajón con lechuga que hasta hace unos segundos fue mi almohada. Después desaparece mascullando algo tras un viejo cartel de verdulería.
Aún no conozco el dónde, pero ya estoy preguntándome el por qué. Sé que no debo estar lejos. Qué tan lejos puede ir un viejo caminando —me digo.
Avanzo unos pasos por una acera húmeda, alejándome del cordón para no caer a la calle, acercándome a los paredones gastados para sostenerme en caso de urgencia. No llevo prisa, tampoco me detengo. Quizás todo sería más fácil si supiera adónde voy, adonde debo ir. Claro, esa sería demasiada pretensión para un viejo de ochenta y... no recuerdo cuántos años. No debería estar aquí, eso es claro, pero hay tantas cosas que no debería...
Llego a la esquina rodeado de formas que se atropellan abalanzándose presurosas sobre la calle. Siluetas difusas que se dibujan ante mis ojos como fantasmas de saco y corbata. Pienso en esto y me viene a la mente la imagen de un hombre joven, maletín en mano y gesto adusto, mente alerta, corazón frío. Me reconozco en el recuerdo e intento calcular la edad que tenía entonces.
¡Qué locura! —murmuro para mí—. ¡Ni siquiera sé cuántos años tengo ahora!
Me detengo con las rodillas vacilantes en el filo de la vereda. Una voz silenciosa nos ha ordenado a todos que permanezcamos quietos hasta que la luz cambie de color.
Rojo. Más rojo.
Los autos me abanican con su viento negro, me llenan la boca con el sabor amargo de sus gases. Miro al costado. Los otros no parecen percatarse de que estamos siendo envenenados.
Verde.
La marea cobra vida de un lado a otro de la calle. Cruzo con ellos, entre ellos, bajo ellos. Me esquivan, me rozan, me saltan como a un hierbajo seco que se asoma por una grieta del asfalto. Llevan prisa, yo no. Además... ¿Por qué habría de apurarme si no sé adónde voy?
Un cartel.
Algo borroso que flota en su superficie. Deben ser letras, no lo sé. Tanteo mi rostro para descubrir que no llevo puestos los anteojos. Es lo mismo, tampoco con ellos hubiera podido leer qué es lo que dice.
¡Abuelo! — grita un niño que pasa corriendo a mi lado.
Alguien lo recibe en brazos delante de mí. Lo alza, lo estruja, lo besa. Avanza, retrocede, se bambolea carcajeando. El niño le despeina la barba con las manos.
Me detengo a unos pasos de ellos. La escena no parece llamar la atención a los demás. Es una obra de teatro con un solo espectador. Observo. No aplaudo ni vitoreo, sólo me emociono sin saber por qué. ¿Algún recuerdo que se hadespertado de su sueño? No lo sé. Me gustaría saberlo.
El sol hace un dibujo curioso sobre un charco y me llena los ojos de colores vivos. Escucho un viejo tango que surge de la nada. Alguien lo está haciendo rodar sobre el fuelle de los labios fruncidos. Silba a mis espaldas, arriba, abajo. ¿Dónde?
...Yo imagino el parpadeo de las luces... — me oigo cantando.
La música decrece, se aleja, se esconde tras la espalda del ciclista que roza el cordón a mi lado.
¡Adiós! —le grito, pero ya es un punto más en la avenida—. Quizás aún siga silbando cuando llegue a su casa.
Su casa... ¿Y la mía? ¿Dónde está la mía? —propongo.
Aparto las preguntas para no darme de lleno con la respuesta. Otros interrogantes toman su lugar sin pedir permiso.
¿Cómo voy a explicarle a mis hijos que ya no viviré con ellos?¿Comprenderán que sigo amándolos aunque su madre y yo ya no estemos juntos?
Sé que me he hecho estas preguntas alguna vez, mil veces quizás. Lo que no comprendo es por qué vuelven ahora desde el tiempo para teñir de gris mis recuerdos.
¿Diez? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel domingo de Febrero? —murmuro para mí.
La tarde comienza a declinar. Se cae detrás de los edificios como un trapo sucio de tierra, arrastrando jirones de cielo rojo hacia abajo, tironeando manchones de negrura hacia lo alto.
Alguien me toma del brazo con firmeza.
—¡¿Cuántas veces tengo que repetirte que no es posible que salgas solo a la calle?! —gruñe mi captor con fingido enojo.
Lo miro. No respondo. Su uniforme verde de enfermero me inhibe. Lo dejo hacer a voluntad. No me maltrata, tampoco me trata bien. Me lleva hacia el interior de una vieja casona. El mismo cartel de antes se bambolea chirriando sobre la puerta.
—Así que decía geriátrico —le comento a mi guía que camina demasiado ensimismado como para oírme.
El olor a sopa de verduras me recibe al abrirse la puerta interior. Entro, más bien me entran. El enfermero cierra con llave mientras me observa con una mueca de disgusto dibujada en los labios. Chista, carraspea. Me señala el pasillo con el mentón y desaparece detrás de una mampara.
Algunos rostros conocidos se asoman para darme la muda bienvenida. Uno de ellos me alcanza los anteojos poniendo los dedos sucios sobre los vidrios. Me los coloco con premura. Le agradezco el gesto con una inclinación de cabeza y casi se me resbalan de la nariz. Los otros miran sin decir nada. Una mujer lanza una risita ahogada.
Estoy seguro de que la noticia de mi fuga ha corrido por todos los rincones. Puedo sentirlo en sus miradas lánguidas. Lo saben. Quizás me envidien por haber hecho lo que ellos no han podido, tal vez se burlen. No importa.
Estoy cansado. El instinto me lleva a tientas hasta la habitación. Mi compañero yace boca arriba en su cama. Gruñe, ronca, se estremece con un silbido en el pecho. Duerme como si fuera la última vez, se llena los pulmones con avaricia y después larga el aire entre explosiones, como un viejo motor fuera de punto.
Me recuesto y siento el golpeteo del corazón en mis oídos. Cierro los ojos buscando calma. Las fotos de mis hijos pequeños me vuelven a acosar desde el pasado. ¿Qué será de ellos? —me pregunto vanamente.
Alguien abre la puerta. El guardapolvo verde. Detrás uno blanco. Vino el doctor —dice una voz lejana dentro de mi cabeza.
—¡A ver! ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién es el pícaro que trata de escaparse? —dice el médico frunciendo el ceño.
No está enojado conmigo, lo sé. Sólo intenta hacerme saber que él es el que manda. Parece divertirle la situación, pero no se ríe. Se rasca la nariz chata sin dejar de mirarme. Tiene pestañas gruesas, arqueadas, como dos aleros de rancho que le cubren los ojos color montaña.
Murmura algo hacia el rubio que está detrás de él. El otro asiente, se arremanga el guardapolvo verde, me observa ladeando un poco la cabeza. Se muerde el labio hasta dejarlo blanco, piensa.
La situación no dura más que unos segundos, pero a mí me parece una hora. Al fin se van. Apagan la luz y dejan la puerta entornada. Oigo sus pasos alejándose por el pasillo. Hablan en voz baja, no logro comprender lo que dicen.
Como puedo me entrego al descanso, no me resisto, me relajo. Una canción de cuna me suena en los oídos. Comprendo que soy yo quien está cantando. ¿Para quién? —me pregunto.
Nadie responde. Nadie me detiene mientras caigo por un cielo abierto hasta el mar de los sueños.
Afuera, el doctor revisa unos papeles. Mira dos o tres veces hacia la puerta entreabierta de la habitación. Suspira. Llama al enfermero del guardapolvo verde, al rubio.
—¿Qué fue lo que te dijo anoche? —le pregunta con gesto adusto.
—Que oye voces —responde el rubio, rascándose la oreja.
—Voces... —repite el médico con gesto pensativo.
El rubio asiente sin hablar. Parece preocupado, ambos lo están.
—¿Algo especial para esta noche? —murmura el enfermero.
—Que no se levante sin ayuda. No quiero sorpresas. ¿Entendido?
El rubio sacude la cabeza afirmativamente. Después pregunta.
—¿Cómo está en realidad?
—Está bien —lo tranquiliza el médico—, sólo un poco perdido.
Le palmea la espalda dos o tres veces. Después vuelve a hablar. Aún tiene su guardapolvo blanco puesto, pero ya no parece doctor, el otro tampoco enfermero.
—Cuidemos que a papá no le ocurra nada ¿OK? —le dice mirándolo a los ojos.
Después se abrazan, en silencio, y desaparecen cada uno por su lado entre los blancos pasillos.
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