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de RICARDO FABIÁN
TORRES de RAWSON, provincia de San Juan
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A veces sucede que determinado texto, en su primera
lectura, se vuelve enigmático y luego, en una relectura más
calmada, asombra su nitidez. Se sabe que existe —y existió
siempre— una explicación para esto. Es todo obra de
los lexíteros y secuela de su apetito desmedido.
Son seres pequeñísimos, no mayores que una H mayúscula
(como ella muda y dudosa en su ubicación), que habitan entre
las páginas de los libros, alimentándose de sus letras,
diéresis y signos de puntuación. Suele ocurrir que
se confunda a estos animales inocentes con el famoso "hongo
de la tinta"; pero éste ataca especialmente a determinados
pigmentos sin discernir enunciados o textos; los hongos carecen
de inteligencia y de voluntad. Los lexíteros, en cambio,
son selectivos en sus gustos. Devoran cualquier tipo de pigmento
o tinta de imprenta, ya que sus objetivos primordiales son el discurso
y las ideas y, fundamentalmente, su mala calidad.
Son tan nimios —apenas un par de micras de espesor—
y tan transparentes, que pasan anónimos al ojo humano, aunque
haya toda una colonia en un libro y en una misma página.
Su aspecto es inconstante: en reposo y sin alimento, podrían
asemejarse a una ameba con algo de gardenella; pero, cuando han
comido, suelen adquirir la coloración oscura y la forma de
la letra deglutida. Una vez satisfechos, y luego de haber hecho
una breve siesta para facilitar la digestión de la tinta,
se entretienen formando palabras y hasta frases sagaces y no desprovistas
de cierto cinismo; prefiriendo, sobre todo, las obscenidades que
alarman y confunden al lector; de modo que quien está leyendo
cree haber sido traicionado por su subconsciente, ya que duran sólo
unos instantes.
Si bien la inteligencia de estos animalitos no pudo ser todavía
examinada científicamente, sus frecuentes intervenciones
prueban sobradamente que algo de ésta poseen. Excesivamente
sensibles a cualquier movimiento, huyen con rapidez en cuanto perciben
el roce de una mano en la cubierta del libro o la mirada curiosa
del lector. Abierto aquél por una página cualquiera,
los lexíteros ya están refugiados en otras, masticando
con ansiedad letras y oraciones enteras. Y cuando acaban con un
libro pasan de inmediato a otro.
Hay personas que descreen de los lexíteros; por lo general
se trata de ignorantes o analfabetos; pero cualquiera que posea
un poco de sentido común podría detectar su presencia
en un libro, pues, a pesar de las dificultades para localizarlos
cuando están con el estómago vacío y de su
velocidad para circular de una página a otra, existen vestigios
de su paso voraz: sutiles yerros inexplicables hallados a veces
en segundas o terceras lecturas.
Con asiduidad se introducen en manuscritos u originales, constituyéndose
en un terror para los escritores cuyas ideas, adulteradas o mutiladas,
se pierden para siempre. Posibles obras maestras quedaron sólo
en intenciones por esta causa; muchos talentos nunca se desarrollaron
y murieron en el anonimato
No existe forma conocida de eliminarlos; pero detestan los malos
libros y los devoran, de modo que su vida en las librerías
actuales es, con frecuencia, muy larga, y la mejor forma de librarse
de ellos es suprimiendo los malos poetas, o ser un buen escritor.
Sienten un solemne respeto por los clásicos, cuyas obras
jamás se atreven a comer. Por fortuna, la actual producción
literaria es inmensa y no les falta alimento. Es obvio que sus
mayores detractores y quienes niegan su existencia son los malos
autores, cuya creación nunca llega ni siquiera a las galeradas,
pues los originales quedan en blanco a las pocas horas.
Estos seres minúsculos odian sobre todo el plagio. Apenas
detectan un texto construido en base a referencias, sentencias y
palabras ajenas, comienzan su inagotable labor. Roen implacablemente
las citas que en el texto quedan como parches de seda en un traje
de arpillera, hasta que el texto queda frío y desnudo, sometido
a su disección natural. El resultado es irreconocible a ojos
del mal escritor, quien debe reiniciar la falsificación o
desistir.
Transmiten genéticamente los conocimientos acumulados a lo
largo de su vida de generación en generación: su sabiduría
es inimaginable; sus gustos literarios exquisitos; sus juicios:
temibles y certeros. Aquel original que cae bajo la mirada codiciosa
de los lexíteros y de sus poderosas mandíbulas puede
resultar devastado con brutalidad. Sé de autores que abandonaron
la escritura, y de otros muchos que prefirieron acabar con su vida
abriéndose las venas o cortando sus dedos, antes que luchar
contra ellos. Oscuramente, hay escritores inmunes a los lexíteros;
en esos casos, por fortuna, el tiempo se ocupa de engullir sus obras.
Del origen de los lexíteros se sabe muy poco: unos atribuyen
su nacimiento a la generación espontánea; otros a
la evolución de las jacarandas, situando justamente sus antepasmados
en el ongo de la tinta. Se dice también que fueron los inmor(t)ales
autores clásticos quienes los inventaron para acagar con
los malos escritores; de echo, es vidente que su nacimiento eh simultáneo
al d la escritura; así lo prueban arte y culos antiquísimos
en los que s pueden observar bajo microscopio mordeduras y huellas
de dientes liliputenses en algunas letras; y tambo, que las hobras
clásicas nos hayan yegado intactas, tal y como han sido
preñadas, con toda su vellosidad, sin a ver sido atarascadas.
De su detetada borasidad podrán dar fe aciente testimoño
estas exangües pajas que, con absoluta segurida, cuando quiera
bolber a leerlas de espacio, en el humanicomio, las allaré
en blan
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de DANIEL ALEJANDRO DE
LEO de EL PALOMAR, provincia de Buenos Aires
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Nunca en sus treinta y cuatro años
había tocado a una mujer desnuda, pero había visto
a muchas en revistas y en televisión. Eso parecía
bastarle para llevar a cabo su propósito. Buen observador,
talentoso en el modelado de la arcilla, Manucho era también
poseedor de una sorprendente memoria. Todos atributos que surgieron
desde aquel día de su niñez en que se golpeó
la cabeza al caer de la cima de un tobogán. Desde entonces
fue un chico diferente, se habían apagado algunas luces
de su inteligencia y se le habían encendido otras. Perdió
el habla, se volvió retraído. Pero un talento extraordinario
le nació desde muy hondo, como un torrente que le era difícil
contener. Y debió ceder a los impulsos de sus dedos inquietos
que se movían como buscando algo, un objeto maleable, alguna
presa que los mantuviera entretenidos. Esos impulsos lo llevaron
a modelar el barro, a formar animales en miniatura, seres imaginarios,
insectos. Al principio lo hacía casi por instinto; después,
por un placer inexplicable. Incluso de noche sus dedos trabajaban
con sigilo. A veces Manucho se acostaba con una masa de arcilla
en la mano, y por las mañanas despertaba rodeado de criaturas
que había amasado mientras dormía. Cada tanto les
daba a sus manos un respiro (¿o ellas se lo daban a sí
mismas?) y las dejaba descansar.
Emocionado, Manucho levantó la escultura terminada. Hacía
veinte días que se había recluido en la habitación
para crear su obra más compleja. La apoyó delicadamente
contra la pared, junto a la puerta, y retrocedió hasta la
cama para contemplarla. Fino rostro de princesa, caderas y pechos
bien formados, frágiles pies. Sólo faltaba que la
mujer de arcilla abriera los ojos, que hablase.
Manucho se sentó en el borde de la cama, los dedos reposados
sobre la colcha, y paseó la vista por la habitación.
Allá, en la repisa más alta, se amontonaban sus primeras
y limitadas esculturas: el colmillo de un elefante, de tamaño
real; una gruesa lagartija; la coraza de una tortuga; varias serpientes.
También sobre las demás repisas y en la mesita de
luz y en el suelo otros muñecos de arcilla ganaban territorio.
Muñecos que nada valían ya. Hasta sus más logradas
criaturas eran ahora como peldaños por los que debió
transitar Manucho para alcanzar su verdadero sueño, el sueño
de crear una mujer perfecta; tan perfecta que cobrase vida propia.
Esa mujer era Eva; así bautizó a la escultura.
Pero Eva no se movía.
¿Qué había fallado? Una y otra vez, exploró
la obra con la mirada, hasta que de pronto descubrió el detalle:
la uña del meñique del pie derecho estaba ligeramente
deformada. ¡Por eso seguía tan inmóvil! Recostó
cuidadosamente la escultura sobre la alfombra y se puso a trabajar.
Un rato después, el defecto había sido corregido.
¡Ahora sí, sólo tenía que esperar a que
despertara!
Esperó y esperó, y Eva seguía sin moverse.
Tuvo una ocurrencia sagaz: si recorría la piel de arcilla
suavemente, con la yema de los dedos, quizás ella podría
sentir un escalofrío que la haría estremecerse y
saltar a la vida. Empezó a acariciarle el cuello, las venas
superficiales del brazo, los pechos. Aquel pensamiento fue poco
a poco tornándose escabroso. Creció así en
Manucho el enfermizo deseo de poseerla.
Como un dios embelesado con su propia creación, la besó
en los labios, en los pechos, en los pezones duros como gemas. Por
un instante, se detuvo. Se irguió y se quitó la remera.
Al inclinarse sobre ella nuevamente, hizo un brusco movimiento y
la pierna derecha de Eva se partió a la altura de la rodilla.
Manucho retrocedió pasándose una mano por la vieja
cicatriz de su frente transpirada. Quiso gritar, pero apenas le
salió un quejido. No se arrepentía del acto que había
intentado consumar, la imagen de una perfección quebrantada
lo impresionaba más que ninguna otra cosa. En ese momento,
fue incapaz de pensar. Pero sí entendió que debía
ponerse a recomponer la pierna sin perder un minuto. Empezó
a restaurarla. Calculó que le llevaría dos, tal vez
tres horas. Sin embargo, como un mecanismo fuera de control, sus
dedos temblaban demasiado. Un descanso, un paseo por el jardín
le hubiera venido bien. Pero a Manucho le era imposible detenerse.
Y cuanto más se empecinaba en continuar, más torpezas
cometía. Al intentar poner a Eva boca abajo para trabajar
con mayor comodidad, ocurrió otra desgracia: el brazo izquierdo
de la escultura tocó la pared; fue un golpe seco, pero bastó
para que se desprendiera. Manucho crispó los puños
cargados de rabia, de impotencia, de dolor...
Desde la escalera, Ernestina oía el tumulto proveniente
del primer piso. Acostumbrada a los rugidos de éxtasis y
las descargas de frustración de Manucho, continuó
ascendiendo fatigosamente, algo inclinada hacia adelante, con la
cabeza gacha y la mirada hundiéndose más y más
en cada escalón. Llevaba entre los brazos algunas sábanas
limpias y bien dobladas. En nada se parecían sus manos a
las de su hijo. Las de Ernestina eran duras y cansadas.
En la cima de la escalera, se detuvo. Recuperó el aire y
luego siguió avanzando por el pasillo. El alboroto era cada
vez más intenso. Llegó a la puerta del cuarto de Manucho.
Abrió.
Y ahí estaba él, arrodillado sobre una confusa montaña
de arcilla. Sus puños iban y venían, frenéticos.
—¡Basta! —chilló Ernestina mientras soltaba
las sábanas sobre la cama—. ¡Basta, ya!
Desplegó una de las sábanas en el aire y envolvió
la espalda desnuda de su hijo. Recién en ese momento, él
advirtió la presencia de su madre.
Abrazándolo, Ernestina lo ayudó a levantarse y lo
condujo hasta una silla junto al ventanal. Él se sentó
y ella permaneció de pie, acariciándole el pelo enmarañado.
La mirada de Ernestina se perdía en algún punto del
jardín. Allá abajo, entre las plantas, pululaban gruesas
lagartijas, gusanos, serpientes y también las criaturas más
insólitas. Algunas habían corrido a esconderse al
notar que las vigilaban desde arriba.
—Ya lo lograrás —Ernestina miró a Manucho
a los ojos—. Sólo es cuestión de tiempo. Recuerda
cuánto te costó darle vida a tu primer escarabajo.
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de GUILLERMO JULIO GAZIA
de SANTA ROSA, provincia de La Pampa
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En qué pensabas, Perico, cuando hacías
ese monótono recorrido del camión a la estiba, de
la estiba al camión, del camión a la estiba? Y cuando
ese desgraciado del lechuzón te empujaba la bolsa con la
pata para ver si te hacía caer ¿en qué pensabas?
¡Cómo te tenía de hijo! Quizá porque
nunca decías nada. Siempre tan callado, Perico. Únicamente
tus labios parecían moverse en una sílaba cuando descargabas
la bolsa en la estiba: “una menos...” parecía
que se dibujaba en tu boca, casi como un suspiro de alivio. ¿En
qué pensabas del camión a la estiba y de la estiba
al camión?
A lo mejor pensabas en tu vieja, esa vieja flaca y asquerosa que
siempre andaba con las alpargatas llenas de mierda de los patos
y las gallinas cluecas. ¡Pobre tu vieja! Te quería,
Perico, ¿eh? Cuando llegabas a tu casa, después de
hombrear bolsas de sol a sol, cuando llegabas a tu casa, bueno,
si se le podía llamar así a esa mezcla de chiquero
y chapas que tenían detrás de la Estación,
tu vieja te decía:
—Ahí tenés la pava, che Perico. Tá el
agua caliente.
¡Ufa, si te quería tu vieja! Quizá pensabas
en ella cuando ibas de la estiba al camión, sin hablar nada,
muda la boca, aguantando las cargadas. Nada decías. Solamente
movías los labios. Cuando yo te calaba la bolsa, movías
los labios. Se te ponía en la cara un gesto de bronca, de
rabia, de dolor, como si te hubiese calado a vos. ¡Pucha que
sos raro, Perico! Movías los labios como si dijeras “perro...”
Yo no sé en qué pensabas.
A lo mejor en tu viejo, el borracho más borracho de todo
el pueblo, que cuando se ponía en pedo se le daba por mear
a todo el que pasaba. ¡Que viejo borracho tu viejo!
Pero vos, Perico, eras trabajador. Eso sí. Trabajador sin
vueltas. Cuando no era tiempo de cosechas siempre andabas buscando
algún laburito. Barrer el patio de la casa del comisario,
barrer el corralón de la Cooperativa, cargarle el camión
a don Ramiro, el Jefe de patio de la Casa Fernández. A veces
hasta conseguías alguna changa buena y liviana con el camionero
de la verdura y te ibas hasta Buenos Aires. No era mucho lo que
te pagaban, pero al menos comías tres o cuatro días.
Nunca hablabas, Perico, ¿eh? ¡Que tipo reservado!
Pero a mí, lo que me tiene preocupado es saber qué
pensabas en tu lento camino a la estiba. Cuando cruzabas el tablón
te hamacabas despacito, sin aprovechar el envión de la tabla.
Siempre pensando vos. ¿En qué? ¿En tus hermanas?,
¡cómo las querías!
La “Panza meada” se estaba por casar, no? ¿Te
acordás por qué le pusimos la “Panza meada”?
El borracho de tu viejo llegó una noche con una tranca fenomenal.
La piba, que ya estaba grandecita, se había arrimado al cerco
de tamariscos con el Francisco de Don Jesús y tu viejo se
avivó. ¡Pa qué! A esta la viá embromar”,
dijo y agarró y la meó en el medio de la panza, porque
parece que la piba ya andaba liviana de pilchas. Al otro día
me lo dijo tu viejo y yo me hice el plato en el boliche con el cuento.
Don Jesús se enteró y lo echó de la casa al
Francisco. Parece que el muchacho la quería en serio a tu
hermana, pero se rajó del pueblo. ¡Pobre piba! Vos
la querías mucho, ¿no? ¡Y claro, era tu hermana!
Estabas pensando en ella, a lo mejor...
¿O a lo mejor pensabas en la más chiquita, en la Laura?
¡Qué sabandija la piba! ¡Mirá que era
viva como ella sola! Cuando venían los Parques con los juegos
de tiro al blanco y con esas ruletas para sacar las muñecas
grandes y la calesita con caballos que se movían para arriba
y para abajo, la Laura se las ingeniaba para que le dieran algún
laburito. ¿Te acordás que una noche, después
que cerró el Parque, la encontraron dormida, montada en el
caballito colorado? Después se hizo más grande, claro.
Y vendía los números para la ruleta. Y después
se hizo más grande y ya vendía los balines para tirar
al blanco y tenía que cuidarse porque todos se la querían
llevar de premio a ella. Se las tenían que rebuscar en tu
familia para morfar, ¿eh? Lo que pasa es que tu viejo se
chupaba toda la guita, eso es. Y yo te lo decía siempre,
cuando venías a cobrar:
—¡Cuidá la guita, che Perico, no se la vaya a
chupar tu viejo!
¿Te acordás que a veces yo te decía eso y todos
te empezaban a cargar? ¿Y qué culpa tengo yo si a
tu viejo le gustaba la caña? A vos te parecía siempre
que yo te tiraba. Una vez, bueno, la eché a tu vieja del
negocio. Pero ¡qué querés! ¡Si entró
con las alpargatas mugrientas y me ensuciaba el piso! No la traté
tan mal después de todo. Le habré dicho cuando mucho
“vieja mugrienta, vayasé”. Sí. Me acuerdo
que era tiempo de cosecha. Al otro día estabas hombreando,
más callado que nunca. Y cada vez que pasabas y yo te calaba
la bolsa decías algo así como “perro...”
pero despacito. Sí. Fue ese día que tenía unas
ganas de meterte el calador en el culo… ¿Te acordás?
Pareció que te ibas a calentar, pero te quedaste. ¡Te
juro que te la daba! Pero ¿En qué pensabas cuando
todos estos días ibas y venías del camión
a la estiba y de la estiba al camión, callado, metido en
qué sé yo qué cosas? ¿En qué
pensabas?
¿Pensarías en tu otra hermana?
Qué linda estaba la Juana... Ese pelo negro medio desteñido,
esa carita tan de... buena, esas caderas, esa blusa que siempre
se le salía de atrás. Siempre andaba en pata la Juana.
¿Cuántos años tenía? Como dieciocho.
Te juro, por lástima, agarré un día y le dije
si quería zapatillas. Le regalé unas azules. “Vení,
yo te las pongo”, le dije. Medio arisqueó, pero a lo
mejor tuvo miedo que yo no te diera laburo al otro día y
dejó que se las pusiera. Los pies los tenía sucios
de tierra; ¡pero tenía unas piernas tan lindas! No
había terminado de ponerle las zapatillas que se disparó
riéndose, medio asustada y medio pícara. Siempre venía
a traerte un sánguche a la estiba. Otro día le regalé
una pollera. De a poco fue perdiendo las cosquillas. A vos no te
gustaba el asunto. Sí. No digás que no porque sé
cómo me mirabas. A la piba no le decías nada porque
después de todo a vos también te gustaba verla con
zapatillas y con pollera nueva. De a poco me fue dando más
confianza. Un día, me acuerdo, le compré un par de
aros que estaban en la vidriera de Rivero. Yo la había visto
a ella parada y mirándolos. Agarré y se los mostré
una tarde cuando vino a traerte el sánguche y le dije que
se los iba a dar si se daba una vuelta a la noche, por la cancha
de Sportivo. No me dio pelota, viejo. Al otro día vino más
temprano a traerte el pan con mortadela. Miraba para este lado y
yo primero me hice el burro. La piba estaba loca por los aros. Le
hice señas que la esperaba esa noche en la cancha y esa noche
fue. ¡Qué arisca la Juana! Le tuve que decir que me
iba a casar con ella, viejo. Se lo tuve que jurar por mi madre.
Después nos veíamos siempre en el mismo lugar. Ella
se escapaba de tu casa cuando todos dormían. Un día
se vino con el cuento que estaba gruesa y que no sé qué
del casamiento. “Esperá un poco” —le dije—
“que yo tengo que arreglar unos asuntos”. Me dejó
tranquilo unos días.
Pero fue justamente entonces que me empezó a preocupar lo
que diablos pensabas vos, Perico. Te notaba más serio, callado,
siempre como pensando.
A veces me dabas un poco de miedo. Me parecía que me mirabas
medio raro. Y yo qué tengo que ver en el asunto! ¡Si
a ella le gustaba también! ¿O te creés que
no le gustaba? ¡No es ninguna piba y sabe lo que hace! Puta
madre ahora me parece que soy yo el que se pone a pensar. La Juana
se dio cuenta que no iba a haber casorio y se había puesto
medio cargosa. Estaba de cuatro meses. Agarré y la llevé
a lo de la vieja Pancha, che. ¿Qué iba a hacer? Bueno,
la vieja le metió unas tremendas agujas y... primero parecía
que el asunto andaba bien... pero después... y bueno! Vos
ya lo sabés, Perico, la Juana...
Mirá, y yo no me daba cuenta en qué pensabas vos.
¡Si seré pavo! Ni siquiera ayer cuando pasaste de
vuelta de su entierro... y me miraste así, ni siquiera ahí,
me dí cuenta.
Mirá ni siquiera cuando, recién, entraste al galpón,
callado como siempre y despacito te viniste acercando, como siempre,
por ese tablón, sin hamacarte y los otros muchachos también
parecían sombras entre las bolsas acercándose y cuando
te me paraste al lado y me quitaste el calador y entraste a clavármelo
en la panza, ni siquiera ahí alcancé a explicarme
en qué pensabas cuando ibas de la estiba al camión.
Y cuando me clavabas ese calador en la panza y me decías
“una menos, una menos, una menos, una menos...” y seguías
y seguías clavándomelo y yo me caía y me caía...
y ahora que estoy en el suelo y apenas te veo, parado y con el calador
en la mano y que los veo a todos, allá arriba de la estiba,
que me están mirando con cara de asco, puta viejo, ahora
me parece que, bueno...
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