Ediciones de las
Tres Lagunas
       
 
1° PREMIO EN CUENTO
     

 

EL BARRIO

 

de Germán Bartizzaghi – Pilar (SF)

En la quietud de la tarde, Roger comenzó a entender cómo, apenas un cambio de barrio, significaba un indefectible cambio de vida.
Todo había sido imprudentemente apresurado; aún no entendía bien el porqué de la mudanza; sospechó, incluso, que lo habían compelido, que arteras manos invisibles lo habían arrastrado allí.
Es cierto que la mudanza no ofreció demasiadas complicaciones. "De haber sido más ardua, habría podido asimilar mejor la transición", pensaba. Acaso por esa escandalosa agilidad, creyó que nunca se acostumbraría al nuevo lugar.
De cualquier manera, omitiendo esos detalles nostálgicos, estaba en paz; incluso volvió a aprovechar esas horas de sueño que tan ajenas le habían resultado los últimos tiempos.
La vista desde el nuevo domicilio, poco espacioso si lo comparamos con aquel departamento de Rosario, era particularmente monótona. Dos casas idénticas podían verse enfrente, aunque bastaba sacar la cabeza por la estrecha ventana para apreciar cómo ambas se multiplicaban, casi infinitamente, a derecha e izquierda. Supuso que el arquitecto responsable no habría llegado lejos con diseños tan básicos; llamativamente la totalidad de las viviendas eran chatas, no tenían patio (los espacios verdes eran compartidos) y se hallaban peligrosamente cerca de las calles (en breve tiempo descubrió que, en realidad, no se desplazaban coches ni motocicletas por allí).
Decía yo que los espacios verdes, con ese césped de ensueño y plantas de las más coloridas, cubrían absurdamente los sitios aledaños al caserío y daban un aire primaveral que no correspondía, debo advertir, con la expresión de ciertos vecinos. Eso molestó a Roger al principio. Salir a pasear por las angostas calles del barrio sin escuchar algún chiste, risa o chacoteo, lo ponía de mal semblante. Sin embargo, el tiempo lo amoldó a eso y hasta hizo conocerle personas más efusivas, con las que hablaba del vecindario y sus casas chatas y absurdos espacios verdes.
Su rutina había cambiado. Lejos de levantarse con el crepúsculo de la mañana como lo había hecho tantos años, ahora se permitía descansar mucho más. Los primeros días quiso prolongar sus hábitos en el flamante hogar, pero eran tan disímiles las costumbres y todos tan poco originales, que creyó insensato no ajustarse a las prácticas lugareñas. Así, eran las horas del atardecer y de la noche (se enseñó a querer la noche) durante las cuales recorría calles y veredas y cruzaba algunas palabras con aquéllos que todavía gustaban conversar y recordar viejas épocas.
Lo abrumador era la exclusividad; Roger ya ni recordaba qué mérito había hecho para adquirir una propiedad allí. No era por la posición social, la raza o la nacionalidad, más bien por una especie de pacto secreto que se daba con cada habitante. El ingreso a la comunidad no admitía retroceso alguno; una vez dentro, se prohibía salir. Eso, que nuestro protagonista descubrió con el tiempo, le resultó, más que abusivo, asombroso. La prohibición había surgido de la práctica, de años y años de no trasponer nadie los muros (creo que he omitido mencionar ese detalle, éstos tenían menos de un metro y medio o dos de alto). No había legislación vigente, el derecho positivo era innecesario; todo se manejaba mediante esa categorización de la costumbre. Así, el espíritu del lugar se mantenía intacto a lo largo del tiempo y los más viejos (con sus cien o ciento diez años), decían que quienes llegaban hoy al vecindario, lo encontraban tal cual hacía tres siglos.
No mentí al afirmar que nadie franqueaba sus muros, tampoco lo hago al señalar que se recibían algunas visitas. El mismo Roger contaba semanalmente (aunque esa perseverancia se perdió después) con sus hijos. No había un día indicado o ideal, pero la costumbre dejaba ver que los domingos parecían ser los más oportunos. Claro que las visitas no eran prolongadas, eso lo irritó al principio. Tiempo después entendió que de haberse extendido, hubieran escandalizado a los más ancianos; éstos, raramente, recibían a alguien.
Una o dos veces al año irrumpían, en el lugar, jóvenes vándalos con ánimo de destrozar los jardines, hacer desprecios en los frentes o, simplemente, profanar la diminuta capilla. Esas conductas, que sabían castigar persiguiéndolos por sus calles hasta que hallaran la salida, los ponían a todos de mal humor, fundamentalmente porque eran cristianos (quien afirma lo contrario no ha querido ver que a cada casa la presidía el símbolo). Mas así como ocurrían esos lamentables episodios, un día al año había en que las angostas calles se vestían de aromas naranjas y personas de todas partes recorrían las veredas que, como ya dije, se confundían con las calles, hasta dar con quien andaban buscando (la simetría del trazado hacía perder a más de uno, eso causaba mucha gracia a Roger y los vecinos).
Mientras su estadía en el lugar se dilataba, Roger aceptó esas incongruencias que al principio lo desorientaron. La similitud de las viviendas, los breves y compartidos jardines, los gruesos muros y las visitas esporádicas, el aceptado encierro, la religión unánime, los nocturnos vándalos.
Todo era distinto a cualquier barrio conocido. A veces se cuestionaba las reglas vigentes y llegó a temer que todos se hubieran atenido a ese orden ilógico sólo por herencia. Quizás lo que más lo decepcionaba era la poca expectativa de cambio, la vida lineal y cíclica de esos habitantes. El ciclo era el día mismo o, mejor dicho, la noche (que durante el día, ya aclaré, casi todos descansaban).
Salía ahora Roger a recorrer las angostas calles y los infinitos pasillos; disfrutaba de sus zigzagueantes e instintivos recorridos, perderse y volverse a encontrar teniendo la capilla como perenne referencia. Observaba con detenimiento las desvaídas fotos de los frentes, recuerdo de tiempos lejanos; pero más atención daba a los nuevos retratos, ésos cuyos dueños aún no aprendían los horarios y manías de la necrópolis. Con esos inocentes juegos de niño, de muerto, Roger mataba el tedio en el cementerio.



 

2° PREMIO EN CUENTO
     

 

CASO Nº 26 (INDALECIO GAUNA)

 

de Carlos Hernández – Santa Rosa (LP), Capital Federal

Estaban sentados frente a frente, mesa de por medio. El correntino, enfundado en un chaleco de fuerza, no aparentaba estar molesto.
–Yo sabía que iba a venir a hablar con vos, che dotór –le dijo como saludo–, cada vez que me dan dos de las verdecitas, seguro que me traen pa' acá.
El siquiatra lo observó mientras acomodaba sobre la mesa unas hojas de papel en blanco: los pómulos salientes del correntino denotaban claramente ancestros guaraníes; sus ojos chiquitos, de mirada penetrante, no se perdían ninguno de sus movimientos.
–Debo hacer un simple informe –dijo el médico– cuestión de rutina
Mientras hablaba anotó en una hoja: "Caso Nº 26 - Paciente: Indalecio Gauna"
–Siempre dicen lo mismo, les cuento lo mismo y escriben lo mismo –se quejó el correntino.
–Es la primera vez que nos vemos, no sé qué les habrá contado a los otros.
–Lo de los ingleses que dejé panza arriba –dijo el correntino.
–¿Cree que estuvo bien eso? –respondió el médico, que había leído el caso.
–¡Mas vale, che dotór, el sargento Peralta dice que hay que matarlos a todos!
–Eso fue hace mucho. En otro tiempo –dijo el médico.
Y escribió en la hoja: "No muestra señales de arrepentimiento".
–¿Vos que decís, chamigo? ¿Que el tiempo se corta? Estás equivocao, el tiempo es siempre el mismo. Es como el río, no se corta. Es tiempo arriba y tiempo abajo, como el río. A veces viene manso y otras viene bravo y se yeva todo al carajo, es igual que el río.
"No se ubica en tiempo y espacio" escribió el médico antes de responder:
–Quise decir que no había motivo. Ya no hay guerra.
–¿Qué? ¿Lo devolvieron? –se sorprendió el correntino.
–¿Que quiere decir? –dijo el médico.
–Si devolvieron ese lugar que habían robao, ahí donde estuvimos peliando.
–No, pero se están haciendo presentaciones diplomáticas constantemente –respondió el siquiatra
–¿Y eso qué es? –dijo el correntino mirándolo atentamente.
–Se presentan notas reclamando ante los organismos internacionales.
–No me hagas reír, cherubichá, no lo devolvieron a los tiros, ¡mirá que lo van a devolver con papeleo!
"Analfabeto, con inclinación patológica hacia la violencia" anotó el médico.
–¿Usted sería capaz de matarme? –soltó de pronto para ver la reacción del correntino.
–¡Pero no, chamigo, si vos no me hiciste nada! ¿Vos me matarías a mí?
–Yo soy incapaz de matar a nadie –respondió el médico
–Mirá lo que te digo, cherubichá: cualquiera es capaz de matar –sentenció el correntino.
El siquiatra comenzó a anotar "Cree que cualquiera es capaz de…" pero se detuvo. A su mente acudieron incuestionables palabras: emoción violenta, preterintencionalidad, defensa propia. Rápidamente tachó la anotación.
–Los ingleses que mató tampoco le habían hecho nada. No eran soldados, eran ingenieros agrónomos que integraban una delegación comercial –dijo el siquiatra.
–Eran ingleses. ¿Qué es ser soldao? Yo no soy soldao, mis compañeros tampoco eran soldaos. Nos yevaron, nos vistieron a todos igualitos, nos dieron un jusil y nos dijeron que a los ingleses había que matarlos. Todos esos jefes nos dijeron eso y esos saben más que vos y yo. Por eso son jefes –dijo el correntino.
–¿Por qué recuerda al sargento Peralta? –preguntó el médico.
–Porque es un cojudo. Ese me enseño a tirar con un jusil que tenía él, con un tubo de esos pa' ver de lejos. Cuando vio que tenía puntería me consiguió uno para mí. Salíamos a la noche a matar ingleses. Los mirábamos con los tubos desde lejos, cuando estaban en el campamento. El Peralta los elegía y casi siempre bajábamos dos o tres antes de salir de raje. Porque eyos también nos sacudían plomo. Para matar ingleses hay que jugarse el cuero, chamigo.
"Recibió instrucción militar como francotirador" anotó el siquiatra.
Como si el hablar sobre su admirado sargento Peralta le hubiera abierto una compuerta a la verborragia, el correntino siguió contando sin esperar preguntas:
–Mirá si es cojudo el Peralta que una vez cayó una granada de los ingleses en el medio de la trinchera y el Peralta se tiró de panza arriba d'eya. Si no hacía eso, la granada hubiera matao a todo el pelotón. Cuando explotó lo hizo pedazos. Fue muy feo verlo así. Yo hablo con el Peralta todas las noches después que me dan las rosaditas para que duerma. Porque a mí me dan varias de esas a la noche, sino empiezo a gritar, a yorar y a hacer quilombo como un loco. Es como que no quiero estar adentro mío y no me puedo zafar. Yo quiero que me den las rosaditas porque sino, chamigo, se me vienen encima algunas cosas, como lo del "Tapecito" Núñez, el hijo de mi padrino, que lo habían dejao cuidando un cañoncito cuando vinieron los ingleses y lo mataron. No sentimos ningún ruido pero al otro día estaba muerto, lo degoyaron como a un cordero, de un solo tajo a lo ancho del cogote, ¿viste?, casi le habían separao la cabeza. Por eso no pudo gritar pa' yamarnos. O cuando una noche que estábamos cagaos de frío y hambre adentro de esos pozos que hacíamos entre el barro, un día y medio sin comer, me acuerdo, y vinieron los ingleses. Éramos dos los que estábamos, cada uno en su pozo, yo y el "Capibara" Aquino, con ese nos habíamos criao juntos y la madre de él me había amamantao porque a la mía no le venía la leche cuando yo nací. Bueno, estábamos en los pozos a treinta metros uno del otro cuando yegaron varios ingleses. Yo alcancé a ver la luz de las linternas y escuché los gritos del "Capibara" ¡Me rindo! ¡Me rindo! y el ruido de la metrayadora, porque los ingleses le tiraron igual. Yo me hice el muerto antes que yegaran, como el aguará guazú cuando le pegan un palo, me hice el engarrotao de frío y cuando me vieron se hablaron entre ellos y me dieron guelta boca abajo con el jusil. Yo seguía tieso y sin respirar, creyeron que estaba muerto. Cuando se iban uno se volvió y tiró un tiro al tun tun y me pegó en una pata. ¿Viste que me falta una pata? Al otro día, con luz, jui al pozo del "Capibara" Aquino. Me puse a yorar, cherubichá. Los tiros le habían pegao en la barriga y tenía las tripas ajuera, como una oveja cuando la agarra un yaguareté. Tenía los ojos abiertos y parecía que me iba a hablar. Grandotes los ojos, como si después de muerto siguiera asustao. Te dije que nos habíamos criao juntos ¿no?
El siquiatra, olvidado de Freud y de su informe, escuchaba anonadado al correntino.
–Ves por qué te digo que tiene razón el Peralta, que a los ingleses hay que matarlos. Cuando me rescataron me yevaron a un hospital que había en una carpa y ahí, casi como a un perro me cortaron la pata. Después me yevaron en un barco y después, medio a las escondidas me mandaron pa' mi pueblo. No me quedó otra que contarle a la madre del "Tapecito" y a la del "Capibara" que eyos se habían quedado ayá, que no iban a volver. Nunca les dije que los habían matao, al día de hoy están creídas que se quedaron a vivir ayá. Alguna gente me daba algo de plata, a veces, o comida. Yo junté plata y me compré una carabina, con tubo para mirar de lejos, como el jusil que me había conseguido el Peralta. Un día me enteré que al otro día iban a venir unos ingleses a la estancia de Estigarribia pa' hablar de no sé qué pasto pa' las vacas. Yo me jui a la noche con la carabina, caminando con la muleta legua y media, y me metí por un maizal. Noche de luna grande, clarita. Yegué adonde tenían preparaos pa' la reunión al otro día, me dí cuenta porque el pasto estaba bien cortadito y había unas siyas de plástico en hileras. Me metí al maizal y me quedé dormido mientras esperaba. Cuando me desperté estaba el sol alto y escuché de lejos algunas voces. Miré por el tubo de la carabina, había mucha gente pero enseguida me dí cuenta cuales eran los ingleses. Son todos iguales, cherubichá, son blancos, como desteñidos, la cara colorada y el pelo rubión. Dos estaban paraos al lao de una pizarra, señalando algo. Los otros dos estaban de patas cruzadas, sentaos en la primera hilera de siyas. Me acomodé con la muleta pa' que no me temblara el brazo, los jui midiendo con el tubo de la carabina pa' ver donde les cabía mejor el tiro y después, sin apuro como hacíamos con el Peralta, los jui bajando de a uno. Me falta una pata, pero me sobra puntería, cherubichá. Los bajé a los cuatro antes que se armara el despelote y me agarraran. ¿Sabés que, chamigo? los iba contando mientras apretaba el gatiyo: uno por el Peralta, uno por el "Tapecito", uno por el "Capibara", y el último… ¡por mi pata!

Cuando el correntino dejó de hablar, ambos permanecieron callados largo rato. Después el siquiatra escribió hasta completar dos carillas subrayando el último párrafo en los apuntes para su informe: "Presenta síntomas de neurosis de guerra irreversible".
Luego dobló las hojas y las metió en el bolsillo del guardapolvo, dispuesto a retirarse.
– Chamigo –dijo el correntino.
– ¿Sí? –respondió el siquiatra mirándolo; le sorprendió ver que tenía lágrimas en los ojos.
–¿Lo que te conté lo vas a dejar en el bolsiyo cuando te saqués el guardapolvo?
–Sí… hasta mañana, cuando haga el informe.
–Es mejor, cherubichá –dijo el correntino mansamente, con la cabeza gacha –porque si te lo yevás metido en la cabeza, te va a pasar como a mí, van a decir que estás loco.

 

3° PREMIO EN CUENTO

 

EL DIARIO Y LA MERMELADA

de Green, Gustavo – S. A. de Areco (B)


   

Era sumamente pesado y viejo, pero había posibilidades de restaurarlo.
Además él necesitaba uno, tal vez no tan grande pero… había resul­tado tan barato…
Le costó muchísimo subirlo hasta el séptimo piso de su edificio, donde todo era estrecho: el ascensor, la escalera, la puerta y hasta el portero –que no movió ni una uña para ayudarlo–.
Con lo justo entró en el living, donde anuló dos enchufes, una llave de luz y desplazó al viejo perchero que trabajó durante años de ropero (llegó a sostener a más de veintidós prendas, incluidos el paraguas, las gorras y la bufanda).
Ahí se quedó viéndolo, tirado en un descolorido sillón, juntando fuerzas antes de ir a ver al cerrajero (sí claro, la cerradura no funcionaba, por algo había pagado tan sólo unas monedas). El poco tiempo que el experto demoró en componerla no se compatibilizó con el mucho dinero que cobró por el arreglo. Pero bueno, no todas las profesiones rentables se aprenden en la universidad.
Lo que a primera vista había sido un negocio brillante comenzaba a convertirse en lo que habitualmente denominamos: un clavo.
Abrió las puertas de par en par, un olor denso y penetrante invadió la habitación; apolillados trajes se apiñaban por decenas, de lado a lado.
En un rincón, al fondo del profundo armario, asomaban unos viejos zapatos, con la suela levantada, con el lustre perdido hace años y un pie dentro de cada uno de ellos.
El hubiese preferido que fueran dos pies muertos pero no, eran dos extremidades bien vivas que se continuaban hacia arriba y terminaban en una arrugadísima cara que portaba una nariz prominente.
Le sorprendió no sorprenderse.
La historia del dulce anciano lo enterneció.
Hay que ser desgraciados para encerrar a alguien simplemente por­que molesta –reflexionó.
Vivieron un tiempo juntos; claro que la convivencia no era sencilla entre un anciano –con todas sus mañas– y un joven solitario.
No le fastidiaba tanto que dejara el dentífrico abierto, pero sí le enfurecía no encontrar la tapita por ningún lado. Tampoco le agradaba que le ocupara su sillón preferido –casi permanentemente– y mucho menos que subiera al máximo el volumen de la radio, dejando que todos los cantantes entraran a su cuarto –por las madrugadas– entonando tristes tangos melancólicos.
Y ni hablar de las ventosidades, los dientes en el vaso de whisky, las medias dentro de la heladera y los diarios manchados con mermelada.
Maldijo haber maldecido a quienes le vendieron el ropero, ahora los comprendía en plenitud.
Sin esperar más, publicó el aviso de venta en el mismo diario: Ro­pero antiguo, muy buen estado (cerradura sin funcionar). A precio de regalo.

A los dos días un matrimonio joven cerraba el trato, los comprado­res se retiraron muy conformes con el precio y, sobre todo, con la aten­ción de su vendedor, aquel dulce anciano.

 

     

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