|
|
de
Antonio César Libonati Bianchi, San Martín, Buenos Aires
|
Pedro Goldman llegó a la isla solo, en una lancha colectiva igual –así la recordaba– a la que cincuenta años antes lo había trasladado con sus amigos adolescentes. En el muelle se detuvo a mirar el cielo. Subió los escalones hasta la casilla de madera. Lo primero que hizo al entrar fue abrir las ventanas para que entrase el olor de árboles y de barro. Estiró los brazos en cruz y respiró profundo, el aire húmedo del río penetró muy adentro de sus pulmones y de su memoria. Pegó varios saltitos. Se acercó a la ventana y contempló, junto al río, las mismas plantas, las mismas flores blancas. Vio correr por la costa a sus antiguos compañeros, jóvenes como entonces y se restregó los ojos. Sonrió. Volvió hacia la mesa, abrió el bolso y acomodó las cosas que traía: un traje de baño, un buzo azul, un cuaderno. Del termo plateado, con el escudo de San Lorenzo de Almagro, se sirvió café. Se sentó. Como aquella vez, abrió un cuaderno de hojas cuadriculadas y recomenzó su diario. Expresó en pocas líneas su plácida alegría; el retorno a una época feliz. Se incorporó y volvió a la ventana a contemplar el río. Se desvistió y calzó el viejo traje de baño, al que sí el tiempo había desgastado. Descendió por la escalera de acceso hacia el frente de la isla. Sus pies frágiles, de hombre de ciudad, se resintieron, como entonces, caminando sobre las maderas rugosas del pequeño muelle. Bajó los peldaños hasta una planchada que, en ese momento en que el río permanecía bajo, estaba a ras de la superficie.
Desde ella saltó. Después de la primera sensación de frescor sintió el agua espesa y tibia, como antaño. Hundió los pies en el barro del fondo, y se actualizó la misma sorpresa. Disfrutó de la serenidad de la corriente, nadó unas pocas brazadas sin separarse más que unos metros de la orilla. Y regresó y se dejó flotar como esos camalotes florecidos que pasaban a su lado.
Con el agua hasta los hombros hizo pie durante un buen rato, mientras protegía su piel blanca con la sombra del sauce costero. Las preocupaciones, los recuerdos recientes, los avatares de la vida cotidiana sobrevolaban su cabeza. Pero no llegaban a posarse, perdidos en el follaje de ese paraíso. Había recuperado su juventud –¡tan cerca se encontraba!–, en ese delta olvidado.
Iba a permanecer toda una semana: con parsimonia distribuiría las tareas manuales y el goce de la naturaleza.
Se acercó al muelle para volver a tierra, apoyó sus manos sobre la planchada y se impulsó con un salto.
No alcanzó. Quedó colgado. Con el antebrazo derecho y la mano izquierda sobre la superficie de madera. Tiró los hombros hacia arriba para treparse, pero sus brazos no tuvieron la fuerza suficiente y volvió a caer parado dentro del agua. Sonrió: qué iluso, había pensado ser el mismo.
Sin embargo, no se preocupó. Aunque eran muy pocas las lanchas que pasaban sobre ese riacho y estaba solo en la isla, la sensación de que su instinto de conservación se mantenía joven lo tranquilizaba.
Respiró hondo para recuperar energías y volvió a intentar el salto. Pero el resultado fue el mismo, aunque con el agregado de un ligero dolor en el antebrazo. Claro, además de los años, su cuerpo se había recargado con unos cuantos kilos. Volvió a sonreír.
En ese momento pasó un bote con dos remeros, una pareja, y lo saludaron con ademanes. La muchacha era hermosa, a Pedro le dio vergüenza gritarles pidiendo auxilio; seguro de que se las iba a poder arreglar. Flotó tranquilo mientras pasaban.
Calculó que el muelle tendría algún travesaño oculto bajo el agua en el que apoyarse para trepar. Lo buscó inútilmente de un lado y de otro de la planchada. Algún tábano lo picó en el hombro, y al sacudírselo notó la piel enrojecida por el sol.
Se guareció junto a la orilla, debajo del sauce. Por allí tampoco podía subir: el fondo estaba más chirle que junto al muelle y se le hundían los pies hasta los talones. Las ramas del árbol, que llegaban hasta el agua, eran demasiado finas para sostener su cuerpo si pretendía usarlas como sogas. Los tábanos los seguían azuzando.
Creyó ver una posible salida del río a través del cruce a la otra costa poblada de juncos. Sin embargo, la correntada que se observaba en el centro podría ser más fuerte de lo que aparentaba, y arrastrarlo aguas abajo hacia el caudaloso Paraná de las Palmas. Resolvió dejarlo como última solución. Además, si su capacidad para nadar también había mermado, era probable que abandonase la travesía a los pocos metros.
Le pareció escuchar algún ruido en el agua y recordó cuando cincuenta años antes, sus amigos, a los gritos de “¡Pirañas!¡pirañas!”, mezclados con risas, entraban y salían del agua a toda carrera. Nunca había vuelto a pensar en esos peces carnívoros, pero ahora el recuerdo lo inquietaba. ¿Y la leyenda sobre las yararás traídas por los camalotes? ¿Y el terror que le había causado el cuento de Horacio Quiroga en el que un peón era picado por esa víbora? Con su superstición de hombre de ciudad se tocó un testículo debajo del agua, pero tampoco eso lo calmó.
Comenzó a maldecir su ocurrencia de ir solo a tomar un descanso en la isla y el consejo de sus amigos que lo indujeron a hacerlo “para desconectarse”. ¿Quién lo mandaba a él, casi a los setenta y con una vida sedentaria de tantos años, a querer hacerse el pendejo y meterse en aventuras? ¿No tenía bastantes líos con las finanzas de la tienda, los aportes y la cuenta del banco? De todas maneras, nadie lo iba a llorar, más que algún amigo. Lo que le daba rabia era la forma estúpida en que se había metido en esos peligros.
A pesar de que le ardían los hombros comenzó a tener frío. En ese momento, calculó que era más de mediodía, se hubiera atrevido a pedir socorro al que pasase. Pero no se veía nada que se moviera, sólo la lenta corriente del riacho y los tábanos que iban y venían con su horrible zumbido.
Calculó que faltarían por lo menos cuatro horas para que arribase la lancha colectiva de la tarde. No sabía si iba a poder resistir tanto tiempo. El cuerpo le temblaba y tenía el rostro hirviendo. Se tapó con los índices la nariz y con los pulgares las orejas. Sumergió la cabeza. Una, dos veces. Recordó las sinusitis que se había pescado de chico en la pileta del club. Tenía sed, pero no se animaba a tomar de ese agua contaminada; en la isla la filtraban con arena para sacarle el barro. Dejaba que se le humedeciesen un poco los labios, que mantenía cerrados; con la piel ardida y entumecido; las yemas de sus dedos, arrugadas por el agua, habían perdido el tacto.
De pronto se nubló, y Pedro comenzó a rogar que no se largase una lluvia intensa. Se levantó viento. Al agitarse las ramas de los árboles, notó que provenía del sudeste: la temible sudestada que inundaba el Delta periódicamente y que había motivado la típica arquitectura de sus viviendas, elevadas sobre pilares. Se largó a tronar y volvió a ver a sus amigos adolescentes escapando del agua que atraía los rayos. Ahora llovía a cántaros y para poder respirar sin ahogarse con el agua que caía, Pedro metió la cabeza debajo del muelle. Se acordó de su madre y de las oraciones que le había enseñado. Congelado, mezclaba su llanto con la lluvia y llamaba “diosito” a Dios, con asustada ternura. En su sentimiento había retrocedido ahora mucho más: casi sus setenta años.
Los truenos cesaron y después la lluvia. Como digna tormenta de verano, no duró más de media hora. Pero el río había crecido casi un metro, y el agua tapó toda la planchada baja. Sólo emergían dos peldaños debajo de la línea del muelle. Pedro se corrió y pudo apoyar los pies en las maderas sumergidas. Desde allí, como tenía pocas fuerzas, se sentó sobre los escalones superiores de acceso al muelle y, en la misma posición, reculando, se deslizó hacia el frente de la casilla.
Estuvo un rato como abombado, temblando sin parar. Luego se incorporó y, tomándose de la baranda, subió la escalera a rastras.
Cuando llegó la lancha de la tarde, lo encontró esperándola, agarrado de la columna del muelle. Algo le comentó, quizás una mentira, al marinero que no le preguntó nada, acerca de la causa por la que había anticipado el regreso.
Un breve trayecto y reconoció, sobre el muelle de otra isla, a la pareja de remeros que por la mañana, cuando estaba él en el agua, lo saludaran, y a la que le dio vergüenza pedirle auxilio. Abrazados, los dos agitaban las manos, sonriendo a los pasajeros de la lancha colectiva. Brillaban los dientes de la muchacha con el sol del atardecer.
Después, a medida que se acercaban al puerto de Tigre, Pedro advirtió que la presencia de gente en las islas era más frecuente. Leyó la frase que había escrito en su el cuaderno de páginas cuadriculadas. Cerró el diario y se puso a contemplar los sauces nuevos, las pequeñas olas que dejaba el transporte, los juncos de la orilla.
Deslizó la mano sobre el río, sintió el olor del agua mezclada con tierra del fondo, y cerró los ojos.
Cuando lo distrajeron los ruidos de los pasajeros que se preparaban para desembarcar, Pedro Goldman, sin que nadie lo notase, arrojó al agua el cuaderno de hojas cuadriculadas.
|
|
|
de Mariano Carou, Buenos Aires
|
Se fue de mañana, rumbeando para el lado del pueblo. Le hizo un ademán al Rufo, dándole a entender que se quedara, que él tenía que hacer. Otros perros salieron a ladrarle de las chacras vecinas, a lo que él respondió con su habitual indiferencia. Siempre le había disgustado ese ritual, pero era el único posible frente a la agresividad animal. El sol de las nueve de la mañana ya era bastante caluroso. Algunos gallos seguían cantando, pese a lo avanzado de la hora. Pasó por lo de Vega, por lo de Blásquez y por donde había sabido estar el almacén de don Elías, muchos años antes. Ya no quedaba más que una ruina de adobe y chapa, destartalada, con un “Ramos generales” despintado en el frente. Apenas podía reconocerse en ese paisaje.
Llegó al pueblo. Buscó la comisaría, la que estaba en el centro, allá por la calle Gandini. Dijo que venía por una denuncia. Un suboficial lo escuchó, sin entender en absoluto qué se proponía. Le dijo que el comisario no lo iba a atender, y que era mejor que se fuera. “Si el comisario no me atiende, ¿quién me va’tender?” “Vaya a los Tribunales”, fue la respuesta. “Y no vuelva por acá.”
Allí se encaminó. Tomó por Arias hasta la plaza, y dobló a la izquierda, reconociendo ese mamotreto moderno que servía de sede de la Justicia, frente a la Municipalidad y a la iglesia de San Ignacio. Al ver la iglesia, se santiguó, como saludándola desde lejos, y entró a los Tribunales. En la mesa de entradas lo atendió una señora de unos cuarenta años, con el pelo recogido, que lo miró absorta detrás de los anteojos cuando el hombre le expuso su causa. Con inocua amabilidad ella le respondió que “lo que pasa es que usted debería radicar una denuncia en la seccional, y recién después, de acuerdo al rumbo que tome, su abogado debería ocuparse. O si no, presentar un recurso de hábeas corpus y si dentro de las 48 hs...”
La mujer seguía hablando, pero él no entendía nada de lo que ella decía. Hizo un esfuerzo por concentrarse, mientras se abanicaba con el chambergo. Cuando la mujer terminó de hablar, le preguntó “¿Me entendió?”
-No.
La mujer se puso a recoger unos papeles y a decirle que bueno, que ella estaba ocupada, sí señorita qué desea, ah sí, cómo no, un segundo. Él miraba la escena y se aflojó un poco el pañuelo del cuello. Ya era casi el mediodía. Se sentó en uno de los sillones de cuerina negra que estaban cerca de los ventanales. No sabía muy bien qué hacer, pero no se iba a volver al rancho sin que alguien lo escuchara. Del otro lado de la plaza estaba la Municipalidad. A lo mejor, allí...
Allí se repitió la misma comedia, pero en forma más agresiva. Un empleado de unos treinta años lo trató en forma despectiva, a lo cual él respondió con la misma dignidad y la misma calma con la que se había comportado durante toda la mañana.
-Mire, joven, yo ando buscando a m’hija. Y alguien me va’tener que decir dónde está. Me tienen de aquí pa’allá como bola sin manija, pero nadies me dice dónde está l’Alicia. Ella trabajaba en la escuela que está por el lao del barrio La Morocha. Y hace una semana que no aparece. Me han dicho que se la llevaron en un auto, a la rastra. Yo no sé qué pensar.
Por una de esas causalidades fortuitas que suelen ocurrir acertó a pasar por allí el intendente de facto, Coronel M. “¿Qué se le anda ofreciendo, abuelo?” dijo el Coronel M. con una enorme sonrisa dibujada en el rostro. El empleado puso mucha prisa y mucho empeño en explicar al señor intendente los motivos del visitante, informándole al señor intendente que él en realidad le había dicho que no podía ayudarlo, y dejando en claro al señor intendente que el hombre en cuestión no entraba en razones. Al Coronel M. se le fue borrando progresivamente la sonrisa de la cara. Con lo que le quedaba de mueca le dijo al anciano “a lo mejor la chica se fue con un novio, abuelo. ¿Averiguó bien?”
-M’hija no tiene novio. Y además me han dicho que vieron que se la llevaban a la rastra, por los pelos, como una yegua sin riendas que se la agarra‘e las crenchas. Y eso no se hace con un cristiano.
-A lo mejor su hija andaba en algo raro... ¿usted sabe algo de eso? Algo habrá hecho. Yo me habría preocupado antes -dijo el coronel M., jugando con su gorra.
-Usté no me va a decir cómo tengo que educar a mi hija. Mi finada esposa y yo la hicimos una muchacha decente, y ahora quiero que me la devuelvan -dijo el anciano con serenidad.
El coronel M. bajó la mirada, se puso la gorra, y sin decir nada se dirigió a la salida. El hombre no dejaba de mirarlo, mientras el empleado comenzaba a atender otras cosas. El anciano miró cada rincón de ese vestíbulo en el que se había desarrollado la escena, y salió. Se dirigió a la iglesia, contigua a la Municipalidad. El templo estaba casi vacío. “¡Qué fea que quedó esta iglesia! ¿Qué hicieron? ¡Con lo linda que era antes!”, pensó para sus adentros. Sólo había tres mujeres rezando el Rosario con voz aflautada. Acercándose a ellas reconoció a la viuda de don Funes. Siguió caminando hacia el altar, donde un hombre estaba cambiando las flores.
-Quiero ver al padrecito.
En ese momento un sacerdote de mediana edad apareció por la puerta de la sacristía.
-Ah, padrecito, a usté lo quería ver.
El sacerdote, algo desconcertado, se acercó inclinando la cabeza con mirada bonachona. El anciano le dijo qué lo había traído al pueblo, y la cara del cura fue ganando un rictus severo.
-Mire, yo no lo puedo ayudar, pero sé que su caso no es el único. ¿Ve esas tres señoras que están rezando el rosario? A una de ellas, la de azul, sé que le pasó lo mismo que a usted. ¿Por qué no se acerca y le pregunta? A lo mejor ella sí lo puede ayudar. Yo, lo siento, pero...
Se encogió de hombros, hizo un gesto de resignación con las palmas de las manos abiertas y se alejó. Las tres mujeres ya habían terminado el Rosario y se disponían a irse. El anciano se dirigió a la viuda de Funes y, después de saludarla, le explicó qué lo traía por el pueblo. Le dijo también lo que le había dicho el sacerdote. La señora de azul le dijo que ya había varios casos en Junín, y que ahí nadie las daba una respuesta. Que ella sabía que en La Plata y en Buenos Aires había gente que se estaba moviendo para averiguar y qué les dijeran qué era lo que había pasado. Que ellas al día siguiente se iban a Buenos Aires en el tren, temprano, que si él quería ir también. Él asintió. Después volvió a su casa. Una camioneta lo recogió mientras caminaba por Julio A. Roca. Cuando llegó al rancho, el Rufo salió a recibirlo, meneando la cola. Se tomó unos mates y se quedó todo el resto de la tarde sentado en la galería, mirando el horizonte. La jubilación ya se le había acabado, pero aún le quedaban unos pesos de lo que le había pasado la Alicia de su sueldo. Con eso podría arreglarse por un par de días.
Al día siguiente, muy temprano, un grupo de cuatro padres tomó el tren local que al cabo de cinco horas los dejó en la Estación Retiro del Ferrocarril San Martín. De una manera algo más sofisticada, las mismas excusas de la víspera se repitieron en la Capital. Promesas, direcciones, que nadie sabe nada, que hay un grupo de madres que se están organizando, que cuidado con quién hablan, que vuélvanse a Junín, que estamos en contacto, en fin: lo suficiente como para conformarlos por un tiempo, con esa exhausta tranquilidad que intenta vencer el miedo y el espanto, y con la creciente sensación de estar dando una batalla perdida, pero con dignidad.
Volvió al rancho. Día tras día se sentaba en la galería con la pava y el mate, el Rufo echado a sus pies, esperando que en cualquier momento apareciera la Alicia. Pasaron un par de meses. Un Viernes Santo, a eso de las tres de la tarde, supo que algo había pasado, algo funesto, algo que resonó muy dentro. Desde ese momento dejó de salir a la galería. Dos semanas después, un jueves a la hora de la siesta, oyó que alguien golpeaba con las manos. Se asomó por la ventana y vio a la hija de don Funes, que había sido compañera de la Alicia, con el marido, esperando del otro lado de la alambrada. Los hizo pasar. La chica le dijo que le habían dicho que alguien había escuchado que a la Alicia se la habían llevado y la habían torturado y que alguien la había reconocido cuando la cargaron con otros cadáveres, con rumbo desconocido. Que imaginesé que a lo mejor no es cierto, pero esta persona dice que la conocía a la Alicia, y que no quiere decir quién es porque tiene miedo, pero que ella quería avisarle porque esta persona le pidió que lo hiciera, para que no la espere más.
El anciano no dijo nada. Inclinó la cabeza y despidió a la pareja, que subió rápidamente a su Citroën y desapareció. Después de un rato le dijo al Rufo que él se iba, que si lo quería acompañar. El perro lo miraba, sacando la lengua con agitación. Fue a buscar el saco y el chambergo, cerró la puerta del rancho y salió de su propiedad. El perro se le puso a la par.
-¿Sabés qué pasa, Rufo? Ya no tengo más na’que hacer acá, ¡qué joder!
Mientras cerraba la puerta del rancho, el viejo lloraba un llanto pesado y amarillo de ausencia y lejanía. Unos tordos negros salieron volando. El hombre los vio, mientras se alejaban. Después agarró la ruta para el lado de Baigorrita.
No se lo vio más por el pago. Dos años después, a pocos kilómetros de Venado Tuerto, lo atropelló un camión mientras cruzaba la ruta. El conductor del camión no paró. Solamente el Rufo permaneció a su lado hasta el final, lamiéndole las heridas.
|
|
|
3°
PREMIO EN CUENTO |
LA CUESTIÓN DE LA MUERTE DEL REY
|
de Gaston Mauricio Potrebica, 9 de Julio, Bs. As.
|
|
|
Otoño de 1986. Al descender del ferrocarril “Los Andes” un individuo particular me esperaba al filo del andén. Vestía traje azul y portaba gafas cetrinas. De rasgos afilados, su postura se sostenía por un bastón silencioso, purpúreo, de madera pulida, que le impedía derrumbarse a la parte izquierda de su cuerpo.
Me condujo hasta un antiguo automóvil. Durante un extenso trayecto sobre adoquines comentó con detalles el urgente apremio, explicando el motivo que brevemente había explayado en la carta de mi contratación. Describió la desaparición de un tal doctor K.; anunció que mi nombre figuraba inscripto en una nota del hipotético secuestrador y que éste exigía suma reserva. El señor F. declaró conocer mi trayectoria y que por alguna razón obtendría ahora la oportunidad de verme proceder. Añadió luego que yo le parecía un hombre intuitivo, sagaz. Señaló algunas cosas más: Usted posee esa inteligencia que tiene más afinidad con la pureza de la imaginación. Debe saber que cuestiones de ingenio han sido resueltas por personas que en innumerables veces rayaban la imbecilidad. Usted no cree en la pedantería intelectual. Al final de su eximio monólogo se quitó sus gafas y se conservó en silencio.
Arribamos al fin a una mansión distinguida. Se elevaba majestuosa tras una verja de rombos de hierro algo herrumbrada. Avanzamos hasta avistar un enorme jardín que ocultaba la parte inferior de la construcción; la techumbre con sus torres empinadas sobresalían majestuosas. F. declaró ser amigo de la familia K. Me informó que se ausentaría varios días y que yo quedaba en manos de la hija del doctor, la señorita Laura. La vería de inmediato para comenzar el trabajo, previendo como segura mi aceptación. Me dejó en el vestíbulo tras llamar a la puerta.
En la casa me recibió una bella mujer. Impresionable, dulce en el trato. Con fina cortesía y maneras cautas me ofreció sus servicios. Me asombré al hallarme frente a innumerables tableros de ajedrez sobre la superficie de un mueble extraño, parecía ser una especie de escultura de Venus que a la vez era una extensa mesita de té.
-Gracias por venir –exclamó-. El señor F. ha sido muy amable al conducirlo hasta aquí. Siéntese por favor.
Al aproximarse el mediodía, una pequeña ventisca agitaba las cortinas rojas de la sala. Tuvimos una sustanciosa plática, muy informativa aunque escueta. El laconismo de la hija del doctor sorprendía por su justeza. Me explicó el supuesto rapto de su padre y me enseñó enseguida el sobre dirigido a mi persona. Éste aludía a que los caminos esperados de la búsqueda concluirían en las cosas del doctor y que no me extendiese mucho más de esto.
Luego de una exhaustiva indagación en la casa, hallé algo sospechoso. Nos encontrábamos bebiendo una taza de té en la biblioteca cuando observé un par de volúmenes sobresalidos en uno de los anaqueles. Extraña ubicación pues los demás libros se hallaban prolijamente ordenados. Aquellos formaban una distorsión muy peculiar. Irrisoria.
-La biblioteca ¿es muy transitada? -pregunté interesado.
-No más que por mi padre y por mí ocasionalmente. ¡Ah! Su pasión por los libros es extraordinaria. El día entero lee o juega al ajedrez - me ofreció enseguida que fumase. Tras negarme le señalé la extraña posición de aquellos libros. Llamó de inmediato al mayordomo. Tras estudiar a continuación el hecho no acotó nada válido.
Al mover uno de aquellos volúmenes un pequeño papel se deslizó hasta el piso. Pude leer lo siguiente:
SHAH MAT…NEL MEZZO DEL CAMMIN DI NOSTRA VITA
Por lo menos la segunda sentencia estaba escrita en italiano. La otra se me hacía asaz desconocida. Sin embargo, la hija de K. ofreció de inmediato la solución. Indicó que era una frase persa y que se traducía como jaque mate.
-Sí, shah mat…Mi padre la usaba mucho. El ajedrez es una de sus aficiones exclusivas. Casi una obsesión.
Investigué los días siguientes sobre el significado de la expresión jaque mate hasta que obtuve su completa significación: Muerte al Rey. Le manifesté a la señorita Laura que me dedicaría a indagar sobre esto ya que lo único de utilidad que poseía por ahora eran estas extrañas frases y le recordé que quien estaba detrás de todo esto aseguraba que la solución estaba entre las cosas de su padre.
-Podemos suponer -argüí luego- que quiera pasar por ingenioso. Si desea dinero, no parece la manera más sencilla; y si sólo su objetivo es bromear a costa de nuestras voluntades, algo tan complicado no sería lo exacto. Pero nunca hay que dar por seguro nada. A veces es indicado partir de lo absurdo… -la hija del doctor me observaba absorta. Le pedí que se tranquilizase. Luego de sentarse en una banquetilla señaló que su mayordomo era italiano.
A MITAD DEL CAMINO DE NUESTRA VIDA…
Tradujo la segunda oración. Yo no sabía, en un principio, por qué razón se me hacía harto familiar.
Las horas se convocaban gravitando en mi bolsillo. El aroma a jazmín y una suave brisa entorpecían mis pensamientos con una deliciosa sensación de amodorramiento. La hija de K. se había convertido en una distracción aún más sutil y peligrosa. Para la mente del que medita problemas abstractos, las imágenes bellas distraen la imaginación. La corrompen. Sin embargo se reveló de esta manera lo siguiente:
-“A mitad del camino…”-repetía con una copa en su mano-. ¡Ah, cómo extraño a mi padre! Estoy en el círculo del infierno…-tras oír esto, desde el piélago de mi memoria surgió una revelación intelectual: Dante.
-Ah ¡claro! -exclamé animado-—“a mitad del camino de nuestra vida”…Es así como se inicia el canto primero de la Divina Comedia. Sus lamentos me recordaron el libro… ¿Su padre tiene algún ejemplar en la biblioteca? —indicó que podíamos consultar el index que había en el escritorio del ampuloso doctor.
El despacho de K. estaba ataviado de objetos antiguos; un tablero de ajedrez de madera; varios lienzos y más libros. El nombre del volumen figuraba en el listado de las obras. Nos dirigimos de inmediato a la biblioteca. Fue necesario revisar al azar por todas las libreras. Me arrojé sobre un sillón y me conservé allí un instante meditando. De repente se manifestó cierta desatención que tuve, pues había olvidado aquellos libros de entre los cuales había hallado el papel que tenía las sentencias inscriptas. Recordé que los había depositado sobre una pequeña mesa de mármol. Así era. En su tapa el libro no tenía inscripciones aunque al abrirlo el nombre de Dante Alighieri resaltaba en letra gótica. En su primera página, debajo del canto primero, en español, había un párrafo que decía:
EL QUERIDO DOCTOR SOPORTARÁ LAS PENURIAS QUE VUESTRO RETRASO SIGNIFIQUE. ¡APURAOS! HE AQUÍ LA REVELACIÓN: SI EXTENDÉIS EL OBJETO CORRECTO SE ENGENDRARÁN DOS FLORES PERFECTAS E IDÉNTICAS Y EN UNO DE SUS PÉTALOS HALLARÉIS LA REDENCIÓN.
Me hallaba perplejo. Me dejé impresionar un momento por aquel nuevo misterio. Miraba una y otra vez el párrafo. Pero el extremo agotamiento socavaba mi voluntad. La señorita Laura insistió varias veces en que durmiese en una de las habitaciones de la planta alta. Subimos y me fui a descansar. Aunque más tarde esa misma noche me despertó un susurro. Descendí por las escaleras y en la cocina la hallé bebiendo leche tibia. Me senté a su lado en silencio. Se arrimó junto a mí. Me agradeció por algo que no recuerdo ahora. Y dijo otras cosas…Me insinuó el canal áureo entre sus senos. La besé con ardor, con vehemencia… El lecho dilatado de su habitación nos concibió ajenos.
A la mañana siguiente, tras el cristal empañado de la ventana, una tempestad rojiza y azulada se alejaba hacia el alba. Abrí del todo las celosías y el aroma a jazmín me envolvió dulcemente. Pensaba con insistencia: « Si extendéis el objeto…dos flores…»; la extensión tendría que ver con desarrollar algo; el objeto podría ser cualquier cosa. Mientras cavilaba, en el exterior de la casa la rama de un árbol de cedrón del jardín golpeaba con intermitencia el techo de chapa de un viejo cobertizo. Me sentía huraño en la mansión. Pensaba en el mayordomo. En el señor F. Por un instante me dispersé observando el mobiliario: había un enorme modular lleno de copas de cristal y botellas de diferentes tamaños. Una mesa de roble con sillas y almohadones color salmón. Pinturas de Rembrant y un cristo amarillo de algún autor que desconocía. Una enorme cruz de madera pendía sobre el dintel de la puerta. Me quedé observándola un instante. Era magnífica como todo lo que la casa albergaba… Pensé que debía circunscribir la búsqueda de ese objeto extensible al mundo de la abstracción, pues me parecía evidente que el secuestrador de K. se movilizaba entre libros y cosas del mundo intelectual. No se por qué pensé en figuras geométricas, aquella cruz había despertado en mí cierto recuerdo pues me vino a la mente la idea del cubo compuesto por seis caras. Me recordé en la escuela primaria construyendo esa figura tridimensional en cartón; formando el esperado cubo desde una superficie recortada en forma de cruz y plegada. Tal vez esto tendría que ver con las figuras del mensaje increíble que hallé en aquel libro. Concluí que habría que encontrar la figura geométrica que, como en la experiencia del cubo, al extenderla en sus caras, formaría flores o algo parecido. Era una posibilidad. Por lo menos la única asequible hasta el momento…Excitado por esta nueva intelección corrí al encuentro de Laura -creo que ya tengo el derecho de llamarla así-. Enseguida le narré todo y le propuse buscar algún tratado de geometría. Nos dirigimos hacia la biblioteca. Me acercó varios libros y adujo que su padre los consultaba con asiduidad. Me encontré con algo impresionante. El capítulo del libro de geometría elemental sobre “Desarrollo y Área de los cuerpos geométricos” me condujo hasta la figura buscada: “la extensión del dodecaedro regular da dos superficies poligonales estrelladas; cada una de las cuales cuenta de seis pentágonos iguales dispuestos a manera de…flor”. ¡Las dos flores! En el extremo inferior izquierdo del libro, del cual antes no me había percatado, mi nombre se distinguía en una letra rojiza.
Las cosas se tornaban confusas. La alegría intelectual que obtuve por haber hallado la solución se ennegreció por la repentina idea que luego se manifestó como el estallido de una ola en un acantilado: esto no llevaba ahora a ningún sitio. Todo se demostraba inverosímil. Imaginé una especie de broma sutil y peligrosa. Maquiavélica.
-Aún nos falta saber algo -apuntó Laura y observé que me enseñaba un papel-, esto que dice aquí: Muerte al Rey -estaba en lo cierto. El arduo trabajo que destiné a meditar sobre las demás cuestiones me había apartado de esa frase en tinieblas. La observé un momento y tras una pausa de ternura, de imprevisto Laura recordó algo.
-Pero qué torpe he sido -dijo afligida- ahora recuerdo algo. Mi padre siempre decía que el jaque mate lo hacía cavilar sobre el martirio de Cristo. Sostenía que la cruz y las siglas Rey de los judíos, significaba que los sacerdotes, neciamente burlones e ignorantes, en verdad le habían dado… ¡muerte al Rey!
-¿El doctor K. es un hombre de religión?
-Sí, es más, él diseñó y construyó la capilla del pueblo -respondió encantada.
-Tal vez allí hallemos algunas respuestas. ¡Vamos!
El camino a la capilla es un pasaje recto entre los holgados recintos del pueblo. Aquel se extendía en una planicie verdosa. Decidimos marchar a pie bajo una inminente tormenta que amenazaba la bonanza del atardecer.
Vislumbré el templo levantarse por sobre una pequeña explanada. Era un edificio realmente extraño, muy singular, como salido de una realidad fantaseada. Jamás, en mis años de viajero había visto semejante extrañeza arquitectónica. Ingresamos en la pequeña capilla. Era un ambiente con demasiados muros. Me pareció que tenía en su totalidad la forma de un círculo. Todo estaba cubierto con cuadros de santos, cristales de colores y efigies de vírgenes. Una enorme cruz colgaba sobre el púlpito. Se acercó un monje con túnica negra y un rosario monumental en su pecho.
-Padre. Él es el señor M. -me observaba con un gentil gesto. Un pequeño temblor le resplandecía el rostro.
-Padre -le interrogué- ¿algo ha sucedido fuera de lo normal? No lo sé. Algún forastero.
-No lo creo. Aquí no ocurren más que circunstancias ordinarias. Lo extraordinario es la presencia de Dios en esta casa. Sólo el señor F. que ha estado reparando uno de los muros de la iglesia. Ayer. No más que ese imprevisto.
-¿F? -exclamé estupefacto. Laura asintió. De repente todo pareció acomodarse en mi mente como las piezas de un rompecabezas… Observé el interior de la capilla. Sus muros. El cielorraso. Todo en su extraño conjunto formaba una especie de figura geométrica. Inverosímil pero cierto al fin. Recordé que las doce figuras que forman el dodecaedro son pentagonales. Por inadmisible que parezca, aquella capilla formaba un medio dodecaedro algo distorsionado, pero bastante exacto. Las paredes que al principio me parecían curvas eran en realidad poligonales. Exactamente contaba cinco. Seis junto con el techado. Recordé que la inscripción del volumen de la Divina Comedia anunciaba que hallaría a K. en uno de los pétalos de la flor, o sea en uno de los… muros pentágonos.
Si comprendía bien lo que aquello quería decir significaba sólo una cosa: Que K. estaba muerto. Sepultado en uno de los recintos de la capilla. El rey está muerto, claro, pensé…Tomé del brazo a Laura y le expliqué lo que suponía. Aunque me parecía que todo era demasiado simple. Como un juego. Nos dirigimos de inmediato hacia la casa. Iba pensando que todo era muy desatinado o tal vez una especie de error forzado y que K. estaba en otro sitio.
Tras cruzar la verja de la mansión, a dos metros del zaguán las luces de los faros de un automóvil estaban encendidas. Me acerqué con sigilo, agazapado; ya que nunca porto arma alguna siempre debo tener el mayor recaudo. Laura se mantenía a mi lado. Desde una de las ventanas se oía una risa estrepitosa de hombre. Pero luego…
-Lo siento -profirió Laura sollozando y se escabulló de mi lado hacia el jardín hasta que la perdí de vista. La risa se oía fuerte ahora, provenía del escritorio del doctor. Me acerqué a pasos menudos hasta la puerta que estaba semiabierta. Reparé que F. fumaba sentado. Vestido elegantemente con un saco marrón y una corbata a cuadros.
-Pase usted. Tranquilícese. Tome asiento -e indicó una butaca a mi izquierda-. Pase usted M. que no le voy a hacer daño como tampoco me lo he hecho a mí mismo. Lo felicito por su ingenio aunque podría haberle tomado menos tiempo. Igualmente tiene usted mis mayores elogios. Mi hija ha contribuido con el elemento religioso. Las variables humanas son importantes. ¿No lo cree así? Lo de la risa ha sido un decoro escénico. Teatral.
-Pero ¿de qué diablos habla usted? -perplejo me acerqué un poco tentado de arrojarme contra él.
-La descripción de los periódicos sobre usted no es justa -tenía una pieza de ajedrez en su mano y la movía entre los dedos-…Otra cosa. Óigame ahora… ¿Mi hermosa hija lo quiere?
Alegó luego que el valor y la inteligencia de un hombre se prueban en la guerra. En los hechos. Si quería verificar el poder de mi imaginación y considerarme digno de batallar en una disputa de ajedrez, la prueba de mis atributos era inevitable. Fingir un secuestro era cosa trivial para el locuaz doctor y su ingenio en los simulacros muy sutil.
-Mire M. -dijo ahora K. avezado y con pomposidad- de alguna manera al final estamos a mano. Yo le probé que es un hombre de valía y usted me ha robado algo más preciado aún. Más que el reconocimiento y el poder.
-¿Qué cosa? -lo interrogué sin miramientos.
-A Laura.
Derroté la astucia de K. en varias ocasiones. Debo reconocer que a pesar de que en el doctor hay algo de odioso y malévolo, el hecho de que tenga en alta estima a los libros y una hija encantadora, ha sido grato para mi melancólica existencia. Al fin y al cabo el ajedrez es solo un juego y el rey una simple pieza.
|
|
|
|
a página
principal
|
|
Una editorial
al servicio
de Junín,
la región
y el país.
Calidad
Responsabilidad
Eficiencia
Atención Personalizada
Precios Adecuados
Ediciones mínimas
y máximas facilidades
Estamos a su
disposición para
cualquier consulta
Concursos
literarios
transparentes
y con importantes
premios
JUNINPAIS,
un certamen
con auspicio
nacional,
provincial
y municipal
Una editorial
al servicio
de Junín,
la región
y el país.
Calidad
Responsabilidad
Eficiencia
Atención Personalizada
Precios Adecuados
Ediciones mínimas
y máximas facilidades
Estamos a su
disposición para
cualquier consulta
Concursos
literarios
transparentes
y con importantes
premios
JUNINPAIS,
un certamen
con auspicio
nacional,
provincial
y municipal
Una editorial
al servicio
de Junín,
la región
y el país.
Calidad
Responsabilidad
Eficiencia
Atención Personalizada
Precios Adecuados
Ediciones mínimas
y máximas facilidades
Estamos a su
disposición para
cualquier consulta
Concursos
literarios
transparentes
y con importantes
premios
JUNINPAIS,
un certamen
con auspicio
nacional,
provincial
y municipal
Una editorial
al servicio
de Junín,
la región
y el país.
Calidad
Responsabilidad
Eficiencia
Atención Personalizada
Precios Adecuados
Ediciones mínimas
y máximas facilidades
Estamos a su
disposición para
cualquier consulta
Concursos
literarios
transparentes
y con importantes
premios
JUNINPAIS,
un certamen
con auspicio
nacional,
provincial
y municipal
Una editorial
al servicio
de Junín,
la región
y el país.
Calidad
Responsabilidad
Eficiencia
Atención Personalizada
Precios Adecuados |