Ediciones de las
Tres Lagunas
       
 
1° PREMIO EN CUENTO
     

 

Canto de delfines

 

de Eduardo Mario Gelatti (San Martín, Bs. As.)

Habíamos llegado por fin a una isla pequeña perdida en el mar Egeo, y anclamos en el puerto de un pueblito de pescadores, el lugar elegido por nosotros para disfrutar de unas vacaciones realmente tranquilas.
Apenas ubicados en el hotel, salimos los tres amigos ansiosos a caminar por esas callecitas en nuestro primer reconocimiento.
La gente del lugar se veía tranquila, callada. Sus modales, su aspecto y sus vestimentas, marcaban un notable contraste con los pocos turistas que se movían por las calles.
Las casas, todas con paredes blancas y techos de tejas rojas, estaban esparcidas sin ningún orden, desde pocos metros de la costa hasta el filo de las suaves ondulaciones próximas.
Se respiraba un aire fuerte, limpio, cargado de yodo y de ese olor particular de los puertos pesqueros.
Cielo azul, sol radiante, ni una nube… Nadie podría imaginar allí una tempestad… Estábamos encantados con este pueblo que parecía detenido en el tiempo.
Cada vez más entusiasmados, comentábamos esa rara sensación de hallarnos en medio de tanta serenidad, en contraste con el mundo alienado que habíamos dejado al partir.
Si bien en el pueblo todo era silencio y quietud, no sucedía lo mismo en el mar, trajinado con el ir y venir de los veleros y con el paso de algún crucero con turistas, recorriendo los canales entre las innumerables islas.
Una tarde, invitados por unos italianos alojados en nuestro hotelito, también nosotros salimos a navegar.

Lejos ya del puerto, yo estaba contemplando extasiado cómo el filo de la proa cortaba el agua, formando un sinfín de remolinos que luego se desvanecían, cuando a nuestra derecha, o por la banda de estribor como dirían los marineros, se nos puso a la par un crucero mediano, muy elegante, pero sin nada de lujos.
Sobre la cubierta descansaba una muchacha de piel tostada, de un envidiable color cercano al cobre, tomando sol en una reposera, recostada con sus piernas extendidas cubiertas por una manta.
No era nada raro el ver a las chicas, disfrutando del sol, pero ésta era algo especial… Yo puedo decir que sentí sobre mí el impacto de su mirada, tan fuerte, que me sacó de la distracción…
Ella continuó mirándome fijamente y yo no podía dejar de contemplarla casi en éxtasis.
Cuando las embarcaciones estuvieron convenientemente próximas, con un gesto amable me invitó a subir a bordo de su crucero.
Obedeciendo su indicación, uno de los marineros me ayudó en el trasbordo, evitándome una segura zambullida.
Me senté a su lado y comenzamos a conversar…
-¿Cómo te llamás? -le pregunté al rato.
-“Aneris” -me respondió.
-¡Qué lindo nombre…! pero me parece algo raro…
-No creas… es un antiguo nombre griego.
-¿Y qué significa?
-No lo sé exactamente. Cuando era niña me explicaron que tenía que ver con la mitología y con el mar… pero no te lo podría precisar.
Y continuamos nuestro diálogo, siempre animado, siempre nuevo…
Según me contó, estaba como aferrada a esa reposera, convaleciente todavía de una difícil operación en las piernas, pero nada grave…
Una enfermera joven, muy bella, vestida con impecable atuendo claro, la ayudaba en todo lo que ella requería, pero actuaba con suma discreción, de modo que siempre estábamos los dos solos en cubierta.
El barco había comenzado su regreso al puerto.
Ya era de noche cuando amarró en el muelle.
Entonces yo debí bajar a tierra contra mi voluntad, pero llevándome la felicidad de la gentil invitación de esta niña, para un nuevo paseo la tarde siguiente.
Y así fue, volvimos a navegar al otro día y muchas otras tardes, pero siempre sólo unas pocas horas, hasta que apenas comenzaba a caer la noche.
Una tarde tras otra disfrutamos cada vez más del placer de nuestras charlas… Nos contábamos todo con naturalidad, con la sensación de conocernos desde la niñez.
Hacíamos planes y más planes… Gozábamos por anticipado de ese futuro que estaba al alcance de la mano y parecía armado a nuestro gusto… El tiempo no nos importaba…
Cuando ella hablaba yo entraba en un arrobamiento tal que me parecía escuchar una melodía muy dulce que venía del mar, que no sé por qué, a mí se me daba por atribuir a los delfines…
A todo esto yo, entusiasmado por la niña y viviendo la alegría de los paseos a su lado, casi había olvidado a mis amigos que ya estaban en otro pueblo… Pensaba que los había abandonado y eso me dolía, pero después de todo, Aneris era ahora mi vida, y yo sentía que su barco era mi casa.
En tierra, no paseaba ni salía a ninguna parte. Ya no encontraba ningún atractivo en los planes llenos de fantasía que habíamos elaborado con los compañeros antes de partir y pasaba todo el tiempo pensando en ella, esperando esas pocas horas del paseo por el mar.
Muchas tardes volvimos a gozar de estas breves travesías y en cada paseo, con mayor certeza sentía que nuestra simpatía inicial ya se iba transformando en amor. Yo no lo dudaba, tendríamos un futuro juntos, pleno de felicidad.
Una tarde en que el paseo había durado más que lo habitual, cuando ya estábamos regresando, sentí un impulso incontenible de abrazarla y estrecharla contra mí… Aneris, callada, serena, me atrajo con su mirada y los dos nos abrazamos… Me sentía en la gloria, deseando que ese momento no finalizara nunca…
Pero la dicha se interrumpió en ese mismo instante. Se oyó un estruendo brutal y el barco sufrió un tremendo sacudón que conmovió a todos y no dejó nada en su lugar. ¡Qué susto!... ¡Un naufragio! -pensé aterrorizado.
Pasados esos momentos de tensión, me hallé tendido en el piso junto a la reposera, preocupado por ella y tratando de reincorporarme para verla y ayudarla.
Pero a pesar de la fuerte sacudida, Aneris había quedado en su posición de siempre, recostada en la reposera y desde allí, con su cara desencajada, nerviosa intentaba recuperar su manta que al caer, había dejado al descubierto su cola de pez y su medio cuerpo cubierto de escamas…



 

2° PREMIO EN CUENTO
     

 

CASIMIRO REYES, AGENTE EGIPCIO

 

de María Verónica Melogno (Capital Federal)

Se presentaba así, inclinando un poco el cuerpo y bajando el tono de voz como si revelara un secreto.

-Casimiro Reyes, agente egipcio.

Y lo decía lentamente, espaciando las sílabas para que el otro pudiera paladearlas.

Porque "agente" sonaba a espía y "egipcio" a las mil y una noches. Y Casimiro lo sabía.

Sucedió en una reunión de barrio, una tarde afligida de abril. Una de las damas le clavó una mirada cargada de desilusión, al enterarse de que sólo era un vendedor de corbatas. Como si fuera poca cosa. Como si no valiera nada.

No era la primera vez. Más bien, se había transformado en una situación recurrente y fastidiosa. ¿Qué tenía de malo vender corbatas?

Porque a eso se dedicaba Casimiro. Con ahínco. Seis días a la semana. Bajo la atenta mirada de don Simón, el dueño, que, reloj en mano, controlaba la hora de ingreso, la de salida y la del almuerzo con un tesón rayano en la insensatez. Aguantando todo con la única esperanza de ser ascendido a supervisor algún día.

Y ahí, entre bocaditos y algarabía ajena, se le ocurrió. Porque, a fin de cuentas. ¿Qué necesidad tenía de revelar verdades tan corrientes?

Aunque debía ser algo misterioso, enigmático.

¿Embajador? Demasiado específico. ¿Agregado cultural? Demasiado erudito.

Entonces, se diría que el destino mismo le susurró al oído porque, como si le descorrieran un velo de los ojos, el término "agente" surgió, con nitidez, en su cerebro. ¡Cómo en las películas! ¡Cómo en la Segunda Guerra Mundial! Lo suficientemente ambiguo como para sugerir y, al mismo tiempo, imponer respeto. Porque lo único que temía Casimiro Reyes es que alguien indagara más allá de las presentaciones.

Y, sin embargo, "agente" así, sólo, desamparado, era insuficiente. Tenía que ser "agente algo". Como "agente norteamericano" pero menos capitalista. Como "agente chino" pero menos comunista. Y después de probar con varios ("agente boliviano" fue el peor, lejos), "egipcio" le sonó perfecto. Con un dejo oriental y sinuoso.

A partir de ese momento, "Casimiro Reyes, vendedor de corbatas" se transformó en el enigmático "Casimiro Reyes, agente egipcio", relojeado por cuanta dama hubiera en las reuniones (incluso las de consorcio) e imán de las más fantaseosas teorías. Porque la ignorancia despierta la creatividad. Y, entonces, se convirtió en discípulo de una secta secreta que subsistía furtivamente desde la época de los cruzados. Y, también, en el último miembro de una legendaria dinastía hindú refugiado bajo el gobierno egipcio para salvar vida y linaje (una especie de Anastasia masculina, pero con vacas sagradas).

En fin, que una pelota de nieve comenzó a crecer alrededor de Casimiro Reyes y lo convirtió en el invitado más requerido, el hombre más buscado, la figura más reconocida de su medio.

Debería haberse sentido feliz, exultante. Ahora tenía fama, mujeres y éxito. Sin embargo, y contra todo pensamiento racional, comenzó a aburrirse de una manera tan catastrófica, que hasta sus amigos más íntimos (los que lo conocían, los que sabían su secreto) comenzaron a preocuparse.

Y es que ahora era "Casimiro Reyes, agente egipcio" y debía comportarse como tal. Porque si el vendedor de corbatas tenía ganas de irse de una fiesta, el "agente egipcio" no podía darse ese lujo. Y si el vendedor de corbatas podía quedarse escuchando lo que otros tenían para contar, el "agente egipcio" debía ser el centro de atracción y relatar mil y una historias falsas de contraespionaje y traiciones.

Casimiro estaba agotado. Casi no dormía. Llegaba tarde al trabajo, desganado, como si lo hubieran atropellado al cruzar la calle.

Don Simón veía. Veía y anotaba. Y Casimiro Reyes estaba cada vez más lejos del ascenso.

 


 

3° PREMIO EN CUENTO
     

 

LA ORQUESTA

 

de Martín Andrés Hain (Capital Federal)

 

Los músicos surgieron del agua en una procesión alarmante y cómica a la vez. Con las levitas desgarradas de fango, tropezando como pájaros exóticos, sostenían los instrumentos en alto sobre sus cabezas. El director los reunió y tomó asistencia, mientras se limpiaba las gafas con una hoja de camalote. Se alegró de que todos estuvieran presentes.
El pobre hombre creía que soñaba, que ese ensayo demencial pronto acabaría.

No era un sueño. El vapor que los devolvía a la civilización se había hundido tras un incendio tan repentino como incontrolable. La mínima tripulación, compuesta de capitán y maquinista, se había ido a pique junto con el barco.
Y los músicos se encontraron en un nuevo teatro, frente a un auditorio que les arrojaba a la cara un aliento tórrido, asfixiante. Inmersos en una escenografía salvaje, con grandes telones de lianas, candelabros de helechos y pilares de madera que sostenían un techo verde, barroco.

Se parecía poco al lugar donde habían tocado la noche anterior. Habían viajado muy al norte, hasta el corazón de la selva. Los hombres y mujeres que trabajaban allí, en el obraje, tenían los oídos llenos de hachas, querían recordar las melodías de tierras más amables, tierras de cielos azules y libres. En unos días comenzaría la primavera, y aunque en aquellas latitudes el invierno era apenas un rumor, deseaban recibirla de una manera especial. Así que armaron un gran escenario en la plaza del pueblo, con la madera aún palpitante de los gigantes que ellos mismos habían derribado.
Encendieron las luces y se aprestaron a recibir a la orquesta.

Los que aguardaron la llegada de los músicos en el embarcadero no se cansarían de recordar un instante mágico. Todo sucedió simultáneamente:
Divisaron la delgada columna de humo remontando el río. El sol caía entre los árboles de la vecina orilla. Una brisa suave traía otra brisa: cuerdas, maderas, bronces, despertaban del sueño de cajas y felpa.
La orquesta, navegando, afinaba sus voces.

Los músicos fueron recibidos como héroes. Tocaron y tocaron, la gente aplaudió y lloró y rió. Después de muchos bises, agotados, músicos y espectadores se fueron a dormir. Al día siguiente unos partirían, otros permanecerían; las cosas seguirían como antes, tal vez un poco mejor.
Alrededor del pueblo la selva rumiaba ecos extraños, absorta.

Los cincuenta y seis músicos se apretujaron alrededor del director en una disposición que les era familiar. Observaban con una mezcla de terror y maravilla la maraña verde que los rodeaba. Se sentían como microbios perdidos dentro de un cuerpo que se ríe de las vacunas.
Parecía que la selva los abucheaba, pero en realidad aquel fragor de vida ocupada no los tenía en cuenta. Y era de esperarse que esa indiferencia no fuera perturbada.
Al menos, hasta que llegara el rescate.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, los visitantes eran descubiertos por más y más criaturas. Muchas de ellas curiosas, casi amigables.
Otras, no tanto.
Desde una rama, un yaguareté observaba fijamente al hombre de la tuba, que bien podría haber sido el hermano gemelo de su instrumento.
Hacía dos días que el yaguareté no comía.
El director captó la situación de un vistazo casual, al estilo de un verdadero líder.
Convencido de que era un actor en una obra de teatro -al fin y al cabo, no se trataba más que de un sueño-, decidió hacer lo que mejor hacía.
Levantó los brazos.

Empezaron con Vivaldi, continuaron con Mozart. Unos arreglos de Stokowsky para Bach silenciaron el murmullo de los últimos distraídos. Las copas de los árboles se inclinaron hacia el nuevo llamado: un animal de negro, plural y disperso, exigía respeto.
Los pájaros se acurrucaron en sus nidos, porque arreciaron los truenos de la Quinta. Y el yaguareté rugió herido, su hambre olvidada, porque Sigfrido agonizaba. Su dolor se apaciguó cuando un cisne moribundo le enseñó a sufrir, y una serena alegría lo embargó con Mahler, que le cantaba a la tierra.

El viento llevó la nueva música muy lejos.
Un pescador la oyó, perplejo, y sonrió.
La selva cantaba, eso lo sabía bien. Pero nunca de esa manera. El pescador conocía la canción de los árboles, la voz del río, el continuo diálogo de los pájaros. Eran melodías separadas, que se fundían sin unirse. Una reclamaba a la otra, pero jamás conversaban.
Como a veces recordaban los más viejos, el mundo era una obra inconclusa. Quienquiera que lo hubiese creado, había partido antes de terminarlo, llamado por asuntos más importantes.

El director, con los ojos semicerrados, oía el silencio entre los acordes, y el silencio temblaba, era tenso y profundo. El director sonrió complacido. Era un experto en silencios: el silencio del público inglés, el de los romanos, el de las multitudes de Nueva Dehli. Si con los ojos vendados lo hubieran llevado a dirigir en la Scala, habría adivinado que el hondo vacío entre los ecos era el del gran teatro milanés. El silencio de la Scala era diferente, y él sabía cómo dirigir a sus músicos para que ese silencio se transformara en una ovación interminable.
Este silencio era distinto, pero presagiaba un gran aplauso.

En el obraje, mientras desarmaban el improvisado escenario, hombres y mujeres evocaban la estupenda noche que habían pasado. Algunos creyeron que sus memorias tomaban cuerpo: ¡oían de nuevo el mismo concierto! Qué buenos músicos debían de ser, pensaban, que al recordarlos nos llega el eco de su música.
Un hombre dejó caer una caja de clavos. El golpe y la lluvia de metal sonaron claramente en el aire crepuscular. Un clavo rodó y cayó por la escalera que conducía a los camerinos.
A cada escalón le arrancó una nota distinta.

Los músicos estaban exhaustos. El director les pidió un último esfuerzo, porque quería concluir el concierto consagrando a la primavera que comenzaba. Así que los músicos se irguieron en sus musgosas sillas, afirmaron los dedos sobre los instrumentos, y avanzaron nota tras nota, sintiendo que el aire se volvía espeso, como corredores que ven la meta pero ignoran qué van a encontrar detrás de la llegada.
Se aproximaban los acordes del gran final, y el saber que eran los últimos les reclamó el resto de sus fuerzas.
El director, agotado, el esmoquin hecho jirones, finalmente dejó caer los brazos.
Abrió los ojos.
Oyó el aplauso que se desataba.

El rescate regresó a puerto con las manos vacías.
A los hombres de la ciudad les desagradaba que las cosas no tuvieran una explicación lógica. Así que prefirieron convencerse de que el río no devolvía de buen grado lo que reclamaba.

Tiempo después, cuando llegaron las lluvias, muchos creyeron oír un ritmo distinto en el viento.
Las tormentas comenzaban con cuatro truenos que explotaban así: brom-brom-brom-brooooooooom.
Los pájaros respondían a los bramidos de bestias graves en un delicado contrapunto.
Las hojas susurraban murmullos de forestas lejanas, extranjeras.
Y con cada amanecer, el río dictaba una nota paciente, mayor, y aguardaba a que los demás instrumentos afinaran sus voces.



MENCIONES ESPECIALES CUENTO

"Viento norte"
Cebral, Alfonso (Capital Federal)

"El usurero"
Do Carmo Mendonca, María Graciette, (Capital Federal)

"El conjuro"
Maldonado, María Cristina (Saldungaray, Bs. As.)

"Maniquí"
Otormín, José Luis (Tigre, Bs. As.)

"Rey de copas"
Rodríguez, Néstor Alberto (Junín)

 

 


 
     

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