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de JUAN JOSE FERREYRA
de JUNIN, Provincia de Buenos Aires
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Desde la barranca, el olor a salitre refrescó su cara; un
vientito, levantándose del poniente, ondulaba el juncal y
encrespaba la laguna; había galopado cuatro leguas de un
tirón, zaino y tordillo, tordillo y zaino, sin mezquinar
talón ni rebenque, con los ojos puestos en cada matorral
y cada lomada, y todo porque en el Morote, el boyero, recostado
en el anca con el yuyo en la boca, le gritó...”cuidao,
pichón, he’i visto bomberos..." Le había
borrado la alegría de haber avistado el rodeo campeado desde
la madrugada. Pero todo bambolla, ahí estaba, de nuevo en
las casas, y por suerte, nada. A sus espaldas, el sol, una enorme
bola rojiza, se hundía en los nubarrones oscuros agazapados
en el horizonte; a lo lejos, el humito azul sobre el montecito de
sauces le inundó la boca de saliva... “Mate y tortas
fritas de la mama”, pensó con orgullo: ella lo esperaba
igual que a su padre.
Ya hacía tres meses de su partida... “ya tiene quince,
m’hijo, le toca ser el hombre de la casa”, le había
dicho él... “el arreo es hasta Chile, pero la paga
es buena, y habrá que aguantar”, aclaró ella.
El zaino que montaba estaba cubierto de espuma; el tordillo, apenas.
“Es un baigorrita”, había explicado don Modesto
cuando lo trajera de tiro aún medio chúcaro; “quiso
decir de los ranqueles”, aclaró su padre, y él,
desde entonces, no le había apartado los ojos al tordillo:
comparado con los “patrios” amansados para remonta del
ejército, se movía apenas, pero las orejas perseguían
cualquier ruido y el pelaje se le erizaba como si temblara por dentro
con sólo darle talón.
El Toro lo miraba jadeante; bastó una seña para que
el galgo disparara hacia el rancho.
Con un rebencazo en la testa, Cirilo animó al zaino a bajar
la pendiente; el tordillo, entretenido en mordisquear un pastito
rastrero, cabeceó al sentir el tirón del cabestro.
Al trotar en la playa barrosa, una extraña armonía
dominaba su cuerpo, un presentimiento de hombría que se
esfumó de pronto cuando una ráfaga trajo el resoplido
lejano. Las orejas de los caballos se enderezaron, mientras, adelante,
el galgo se clavaba husmeando el aire.
En un santiamén, con los gritos del boyero en los oídos,
saltó del caballo y trepó la barranca asomando los
ojos desorbitados entre las hojas filosas de la paja brava: el jinete
de lanza, como una estatua de piedra, se recortaba contra el poniente
rojizo.
Al acercarse al rancho al galope tendido, una luna enorme color
ladrillo flotaba en la laguna.
La mujer con el remington en los brazos lo esperaba con una mirada
interrogante... “chinos, de tierra adentro”, dijo. Durante
unos segundos se miraron en silencio; luego, la mujer corrió
hacia el rancho reapareciendo con el rifle en bandolera, un chico
en brazos y el otro arrastrado a los tirones... “vamos, montá
Serafín, carrearemos un poco...", ordenó Cirilo
con voz firme. El chiquilín, prendido a las crines, saltó
al lomo tendiendo los bracitos para recibir a su hermano, un bultito
oscuro.
El alarido prolongado quebró el silencio. La mujer, que corría
al corral donde asomaba la cabeza curiosa del caballo, se clavó
en el suelo. “No hay tiempo, mama”, gritó Cirilo
tendiendo el brazo huesudo. La mujer metió la pollera entre
las piernas y asida a las carnes tensas de su hijo, saltó
al anca... “vamos nomás”, dijo aferrada a la
cintura mientras tiraba de una tacuara del alero.
La sequía del verano había formado una playa ancha,
de arena, tosca y barro, donde el eco de los cascos alternando
con el chapaleo en los charcos, interrumpían el silencio
del crepúsculo; la luna, escondiéndose tras los nubarrones
que corrían en el cielo, resplandecía cada vez más
al alejarse del horizonte... “Dios santo, se nos viene”,
balbuceó la mujer vigilando las tinieblas. Ambos escuchaban
otro galope. Al fin, en un claro de luna, el fantasma se transformó
en el jinete coronado por las boleadoras justo a tiempo para que
la mujer cruzara la tacuara, que el bolazo arrancó de sus
manos. Aferrada otra vez a la cintura, no pudo reprimir el gemido.
Cirilo, de golpe, supo que debía pelear. “Casssh, Toro”,
susurró al galgo que corría a su lado y que hizo arrastrar
las patas traseras para girar siguiendo la dirección del
brazo...”Paralo, Serafín”, gritó después.
El tordillo se detuvo a los saltos. “Suba con ellos, mama,
el baigorrita los va a aguantar”, dijo. La mujer le tendió
el remington y apretó su cintura antes de cambiar de caballo
entre miradas invisibles.
Después del rebencazo al tordillo, Cirilo volvió grupas
tras el galgo; a medio galope enfrentó el entrevero de sombras,
relinchos y gruñidos: el galgo saltaba al pescuezo del caballo
hasta que la lanza lo clavó en el suelo... “¡Jué
puta!”, gritó, y cruzando el rifle en el pecho, desenvainó
el cuchillo y atropelló hasta hundirlo entre las costillas
del pampa ocupado en desprender la lanza. Al rodar ambos, cuando
la garra le atenazó el cuello, sintió la muerte;
pero el cuerpo engrasado empezó a aflojar y pudo abrir el
tajo certero bajo la quijada. Sobre el charco untuoso, las sacudidas
al fin cesaron. A su lado, el galgo con los ojos muy abiertos miraba
la luna. “Pobrecito”, gimió.
El retumbo de galopes interrumpió la despedida; sin dudar,
saltó al pingo del bombero y al galope tendido midió
la distancia con el coro de alaridos. Los nubarrones se habían
fundido, el universo era una sola mancha, negra y destellante que
con los silbidos crecientes del viento, y los truenos, le infundían
una fuerza desconocida... “buen Dios, que aguante el tordillo”,
murmuró echado sobre las crines sin mezquinar puntazos del
cuchillo a modo de espuela. “De la misma laya”, pensó
admirado del galope, esquives y costaleadas en medio de la oscuridad,
que llegaron a distraer su atención hacia evocaciones de
ponderaciones oídas a los caballos pampas. Así, hasta
que un relámpago destacó el totoral espeso sobre el
que se deslizaban las sombras fugitivas de su familia. Reconoció
el lugar: la cañada de La Redonda. Cirilo calculó
el tiempo en que llegarían otra vez a tierra firme, y desmontó
de un salto. Debía pararlos. Azuzó al caballito que
desapareció en dirección al tropel numeroso que se
acercaba. Hecho un ovillo, escuchó el roce en las totoras
y la jerga chillona; un líquido caliente corrió por
sus piernas. “Tal vez no duela demasiado”, pensó
recordando el gemido breve de los corderos. La indiada, al borde
de la cañada, después de un recrudecer del parloteo,
se dispersó quedando sólo un jinete. La lanza coronada
de moharras agitadas, se mantenía inmóvil. Arrastrándose
como culebra en el barro, se acercó y apuntó al medio
del poncho agitado. Después del estampido, al ver sólo
la sombra del caballo corrió hacia ella sin vacilaciones.
Estaba de suerte: el pampa, tal vez herido, había rodado
más de la cuenta, y al venírsele, tambaleante, se
enredó en la maraña y con un alarido de furia cayó
a sus pies haciendo fácil el disparo en la cabeza que lo
acalló para siempre. Cirilo supo que no había tiempo
para volver a pensar y saltando al nuevo caballito encaró
la cañada disparando el rifle en la negrura de la tormenta
hacia los aullidos rabiosos. Al fin, al pisar tierra firme, se lanzó
al galope tendido...” Te ruego, Dios, por la mama y por los
críos, y si me toca la muerte, que sea junto a este flete
para disfrutarlo en el cielo o el infierno como vos quieras”,
pensó mientras se sentía fundir sobre el lomo.
Al divisar la luz de las antorchas, gritó Ave María
varias veces.
-Cayó a menos de veinte pasos del foso... -susurró
el viejo mientras tiraban los tientos arrastrando el tordillo muerto.
Luego de largas miradas, de asombro y condolencia, agregó-
cuando llegamos, abrazada al pescuezo, ella lo besaba sin importarle
los espumarajos que largaba por la boca.
Y señaló a la mujer que caminaba adelante.
Con un nudo en la garganta, Cirilo fijó los ojos húmedos
en la silueta de su mama con su hermanito menor en los brazos, y
el Serafín de la mano, que de tanto en tanto, giraba la cabeza
mirándolo con sus ojos saltones iluminados por una sonrisa
de dientes blancos y enormes, para repetir con voz burlona...
-Te ganamos...
Baigorrita, tordillo de propiedad de la estancia Linda Vista, de
Juan Rosa Valvidares, instalada en la cercanía de la laguna
del Potroso a mitad del siglo XIX, para cría de caballos
para la remonta del ejército.
Según la anécdota (contada por una nieta del estanciero,
de noventa y tres años, a don Francisco Perdomo, productor
agropecuario de la zona e inquieto historiador autodidacta), el
tordillo Baigorrita fue el salvador de una puestera y sus tres hijos,
que huyeron en él de una banda de indios. Al llegar al casco
fortificado de la referida estancia (incluía azotea de adobes,
empalizada y foso), el caballo cayó muerto.
Incorporado a las leyendas del lugar (Perdomo supone que su nombre
obedecía a su probable procedencia de las caballadas del
cacique ranquel Baigorrita, resultado del comercio de trueque de
la frontera), inspiró el nombre del pueblo actual del partido
de Gral. Viamonte.
(Datos obtenidos de “Baigorrita, a través del tiempo”,
de Francisco Perdomo).
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de LILIANA LISONE de
HAEDO, Provincia de Buenos Aires
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Miré mi reloj.
Busqué en la pantalla la lista de pacientes.
La pequeña flecha jugueteó ágil, inquieta por
todo el ámbito luminoso, descendió y se detuvo al
fin, señalando al último paciente del día.
Comencé a saborear la noche del viernes.
Mi garganta festejó por anticipado el calor morado de algún
tinto de estirpe.
Y me preparé para una cena distendida en familia, con sobremesa
alargada para la charla, la evaluación de una semana de trabajo
y estudios, parciales aprobados, o no, novios, recitales, fútbol...
Seguramente alguna discusión que no escapaba a lo habitual
y previsible.
Y el tiempo para el postre, intercambiado en la mitad, como cuando
eran chiquitos, para probarlos todos... y el café con crema,
el café fuerte y solo, el café liviano cortado apenas
con la espuma de la leche y el té de hierbas para la vegetariana
de la familia.
Y a media noche despedirnos de los chicos que se van con sus amigos.
Y el último café, ya solos con mi mujer, acompañado
con cognac, tal vez una copa de champagne para festejar el inicio
del fin de semana y ese “al fin solos” que no murió
después de tantos años de matrimonio.
Tal vez una película de trasnoche... Y el buen sexo conyugal,
casi hasta la madrugada.
Y mañana el río.
El viento húmedo y pegajoso, mezcla de olor a pescado y a
fango.
Y el ronroneo de las lanchas.
El pequeño y familiar concierto del agua chocando contra
los pilares del muelle, filtrándose entre los juncos de la
orilla.
Los amigos, el asado, los libros, el diario del domingo, la siesta
sin culpa. La paz de mi privado paraíso isleño.
Y se cerró la puerta detrás del último paciente.
El juramento hipocrático yacía entre las arrugas doradas
del paquete de cigarrillos recién arrojado al canasto.
Apagué las luces.
Me acomodé en mi sillón con la satisfacción
del deber cumplido.
Apagué la computadora.
Encendí mi pipa, el humo se extendió lentamente, mansamente,
formó un pequeño ballet circular debajo de la boca
de luz amarillenta de la lámpara del escritorio y se perdió
en la penumbra.
Comencé a cerrar las ventanas. Afuera, ya era noche total,
al llegar a la última luz blanca plateada de una luna llena
enorme atravesó los vidrios y me envolvió.
Me quedé allí casi extraviado, en medio de un sentimiento
placentero de serenidad...
De pronto, la campanilla áspera del teléfono deshizo
el hechizo.
-Doctor, acaba de llegar un paciente sin turno.
-No, no, ya apagué la computadora, me estoy yendo, denle
turno para otro día.
-Doctor, la paciente insiste, dice que volvió a tener los
mareos que usted ya conoce y que quiere sólo una receta.
-¿Mareos? ¡Mareos! ¿Quién es?
-Díganle que puede subir.
Toqué la llave de la luz, pero retiré la mano inmediatamente,
dejé la penumbra. Sólo el círculo amarillento
de la lámpara del escritorio y el círculo blanco-plateado
de la luna.
¿Qué buscaba con ese efecto? Alertarla de que ya me
estaba yendo y hacerla sentir incómoda? O agradecida por
la deferencia?
O tener algún favor a cuenta para descontarme de algún
modo?
Fuera por lo que fuera sabía que algo pasaba cada vez que
esta paciente me consultaba. Había algo similar al deseo
en su mirada, algo de invitación en su sonrisa, algo de desprejuicio
en sus movimientos, algo como de doble intención en sus comentarios.
No sabía que pasaba, pero siempre lograba desestabilizar
mi orden, mi organización, casi diría mis principios.
Me hacía sentir como que la consulta quedaba incompleta
o abierta para algo más... o tal vez era yo el que quería
algo más y no me atrevía a asumir la responsabilidad.
Dejé la puerta abierta para que entrara sin llamar y me distraje
mirando la luna, de pie frente a la ventana, jugando con el humo
de mi pipa, esperando. Quebrada la serenidad reciente por una especie
de nerviosismo, de adrenalina acelerada...
Y la vi entrar, recortada su figura en la penumbra sobre la luz
de la sala de espera. Cerró la puerta, la dejé acercarse
–nadie puede abstraerse al espectáculo de una luna
llena-, busqué la complicidad de la naturaleza en un inconfeso
juego de seducción.
Ella buscó la complicidad de su perfume que estalló
sobre las partes sensibles de mi cuerpo, cuando se acercó
a saludarme con un beso muy lento.
Me relató una vez más sus males, los traduje una vez
más bajo la interpretación poco académica,
algo machista y egocentrista que hacemos los hombres de ciertos
malestares femeninos.
La tomé del hombro entre paternal y amicalmente y la conduje
hacia el escritorio, acomodé la silla para que se sentara
sobre uno de sus laterales y el respaldo no entorpeciera mi labor.
De pie a su espalda comencé la nada desagradable tarea de
intentar liberarla de su enfermedad; con movimientos ascendentes,
muy suaves y sutiles, levanté sus cabellos, me incliné
para tomar un broche para papeles de mi escritorio y sujetarlos,
mi pierna izquierda rozó su espalda, su hombro derecho; un
calor inconfesable ascendió hasta mis ingles y comenzó
a recorrerme el vientre.
Sentí una palmadita en mi vocación de ganador: mi
paciente, lejos de incomodarse parecía haber propiciado el
contacto.
Ya con la nuca libre de cabellos y los hombros sólo surcados
por las líneas negras de su remerita, comencé una
serie de caricias investigadoras o investigación acariciante,
descendiendo desde la nuca hasta sus hombros, esculpidos, seguramente,
por muchas clases de gimnasia, ejerciendo por momento pequeñas
presiones con mis dedos pulgares, lo que provocó en medio
del silencio una mezcla de suspiro y quejido.
Bajé los breteles hasta la mitad del brazo, acomodé
el hueco de las palmas sobre la articulación de los hombros
y asiéndolos con firmeza comencé a rotarlos hacia
atrás. Las formas de sus pechos bronceados asomaron apenas
acompañando el movimiento de los hombros, los vi ascender
tras cada inspiración de su boca semiabierta. Su piel dorada
brillaba iluminada apenas por la luz amarillenta de la lámpara
del escritorio con pantalla de pergamino.
Mi mano derecha descendió por el pequeño espacio,
pasando por la blandura del nacimiento de sus pechos; me detuve
un segundo a sentir el ritmo de su corazón; ascendí
por la dureza de su esternón hasta el cuello y lo envolví;
sin saber como, mi dedo índice se humedeció en sus
labios, y así, húmedo de su boca, se acomodó
en el pequeño hueco, debajo de su maxilar izquierdo. Con
mi mano derecha dueña de su garganta y la izquierda palpando
sus cervicales, comencé a rotar su cabeza a los lados, delante
y atrás; pude sentir el descenso de saliva por su laringe
y tuve la sensación de estar hundiéndome en la intimidad
de su cuerpo; ejercí una pequeña presión sobre
su cuello; me pareció verla sonreír; tragó
con dificultad.
La tomé de los hombros y la insté a levantarse. Obedeció
calladamente.
Mi mano izquierda sobre su cintura, mi mano derecha activó
el contestador automático del teléfono y bajó
el sonido de la campanilla.
Le indiqué que fuera hacia la camilla, se quitara la remera,
se desprendiera el pantalón y se acostara boca abajo.
Volvió a obedecer sin hablar.
De pie, junto a la ventana, me deleité viendo su espalda
desnuda, dibujada por tenues hilos de luna. Sonreí satisfecho
de mi poder.
Se deslizó suavemente sobre la camilla. No la ayudé,
preferí verla de lejos, sus movimientos eran lentos y armoniosos;
al acomodar su pierna derecha, un destello de diminutas estrellitas
circundó su tobillo y un temblor afiebrado recorrió
mi cuerpo.
Las pulseritas en los tobillos siempre me habían parecido
adornos provocativos, una invitación a la sensualidad y al
erotismo.
Muchas veces había analizado esa sensación y había
logrado una explicación aproximada, que se involucraba en
mis fantasías sexuales más ocultas e inconfesables,
ya que se oponían a mis más fervientes principios
como defensor de las libertades individuales, porque mis fantasías
se remitían casi invariablemente a escenas de esclavitud.
-Cuerpos esbeltos y felinos semidesnudos, sudorosos y brillantes,
abyectos y obedientes a los deseos más libidinosos de sus
amos; en un juego apasionado donde yo pasaba de ser espectador a
protagonista y finalmente reducido a esclavitud, dominado por los
efluvios amorosos y sensuales de esos cuerpos puestos en el mundo
para gozar y dar goce-.
Tal vez esa pequeña pieza de joyería era remembranza
de aquellas cadenas, que dejaban surcadas para toda la vida los
tobillos de aquella casta sometida que tanto incentivaba mi imaginación
y mis deseos más íntimos.
Me acerqué, le pedí que flexionara los brazos bajo
la barbilla.
Linterna de luna blanco-plateada, dibujó un círculo
de luz sobre la piel de su pecho derecho, que se abría como
una flor pálida debajo de su axila.
Imaginé los botones rosados apoyados, excitándome
con el roce del lienzo rústico de la camilla, emergiendo
pequeños y firmes de su centro, erguidos como estambres.
Apoyé mis manos sobre sus omóplatos, recorrí
sus bordes con una leve presión de mis pulgares, vi como
su piel se erizaba.
Busqué su axila y apenas la rocé, descendí
más suave aún por sus costados, mis yemas se encontraron
con las flores gemelas de sus pechos y continuaron su descenso
hasta la cintura. Dos elastiquitos negros, muy finitos, surcaban
la frontera de su espalda y recogían los vértices
de un pequeño triángulo de encaje negro que emergía
como la proa de un barco, rescatado de los confines del infierno
o de las profundidades del mar.
Permanecí un instante extraviado en el oleaje de ese mar
voluptuoso. Los últimos destellos de luna juguetearon sobre
sus nalgas marcando sus redondeces.
Recorrí no sé cuantas veces el camino de su columna
vertebral, desde las cervicales hasta el cóccix.
Le pedí que levantara levemente la cintura y pasé
mi mano derecha debajo de su vientre; mi dedo índice cayó
exactamente en el cráter volcánico de su ombligo;
el meñique, como movido por un cerebro propio, se estiró
hasta alcanzar los primeros bellos púbicos.
Apoyé mi mano izquierda sobre la proa del barco de encaje
negro y me sentí caer en el más terrible y erótico
naufragio.
Presionando sobre el sacro, dibujé lentos círculos;
su respiración se hizo breve y rápida. Un sudor tibio
y cristalino cubrió su espalda desnuda, desde donde ascendió
el vapor de su perfume y transformándose en nube afrodisíaca,
barrió con las últimas posibilidades de mi cerebro;
el poder hegemónico de mis instintos se hizo cargo de la
situación.
-Aceites de mandrágora corrían por mis venas, almíbares
de mandrágora ungían su piel, vapores de mandrágora
respiraban nuestras bocas-.
Le dije que lo suyo era serio, que el tratamiento podía ser
muy largo y requería de una atención personalizada.
Me explicó que su obra social no le cubría ese tipo
de tratamiento.
-Para un médico primero está su vocación de
servicio, su profesionalismo, su necesidad de ayudar al que sufre,
-y diciéndole esto le indiqué que se vistiera y me
esperara abajo, para continuar el tratamiento en otro lado, porque
la clínica ya había cerrado.
Tomé el teléfono y llamé a mi esposa. Le relaté
lo ocurrido: un terrible choque múltiple se había
producido justamente en la puerta de la clínica. Habíamos
prestado los primeros auxilios a los heridos, pero era necesario
trasladarlos a un hospital de la zona para realizar estudios más
complejos. Uno de los accidentados en peor estado, era un viejo
paciente de la clínica, por lo que me había comprometido
con la familia, a permanecer a su lado y vigilar personalmente su
evolución.
Tranquilicé a mi esposa y le sugerí que fueran a cenar
al lugar de siempre y yo los alcanzaría en cuanto mi paciente
manifestara alguna mejoría. En caso de que fuera necesario
permanecer en el hospital toda la noche, yo les avisaría
al celular, y me despedí rápidamente, porque ya escuchaba
la sirena de las ambulancias del hospital que venían a recoger
a los accidentados.
Apagué la lámpara del escritorio con pantalla de pergamino.
Cerré la ventana por donde la luz blanco-plateada de la luna
ya no entraba, y abandoné el consultorio.
Apreté el botón del ascensor... preferí bajar
por las escaleras, necesitaría un poco más de tiempo
para evaluar la situación, acomodar mi cerebro y pensar donde
podríamos continuar el tratamiento.
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de OMAR ANTONIO CIMINARI
de CASILDA, provincia de Santa Fe
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Olvidada por unos momentos de sentir piedad la
plaza entera callaba, contenía el aliento, se entregaba al
inasible hechizo del chasquido de las tijeras que contorneaban
una silueta en el trozo de papel blanco. Cientos de ojos ávidos,
desmesurados e inmóviles esperaban la culminación
del prodigio, la prueba de que ellos también habían
visto las papirolas mágicas de El Gran Teobaldo. Esperaban
poder asegurar que habían presenciado cómo extendía
el pliego, daba una ligera comba a las alas y llamaba a una niña
para pedirle un soplo, que iniciaría el vuelo de la figura
con forma de pájaro columpiándose sobre los tejados.
Ellos serían también parte de la exhalación
de asombro que acompañaría el alarde de la breve curva
que haría el ave alrededor del campanario para después
perderse en el aire hasta ser un punto.
Consumado el acto caían monedas dentro de la boca invertida
del sombrero puesto junto a las tijeras y Teobaldo veía en
la compasión de los gestos de quienes daban la espalda a
su cuerpo sin brazos que ya no era El Grande. Sin embargo, él
era el hombre que tenía el don increíble de cortar
y plegar siluetas usando sus pies y luego hacerlas volar.
Tenía un carromato; sobre él, un enorme lienzo con
su nombre pintado y un viejo gastado que lo acompañaba. Antes
de eso hubo una mujer joven llena de espanto y cobardía,
un umbral cualquiera, otra mujer no tan joven que sintió
más piedad que rechazo. Unos años después hubo
unas tijeras al alcance de un niño sin brazos que se apropió
de ellas y manifestó esa destreza casi inaceptable con que
sus pies podían manejarla. Después vino a sumarse
el secreto del pase ilusorio del vuelo y la idea de ganarse la vida
con el carromato enhebrando plazas.
Bajo el pescante del carro el viejo hizo un doble fondo en el que
vaciaba el sombrero tras cada función; y al arca inocente
y oculta iban a esconderse el níquel de los miserables y
el oro de los poderosos. Aunque discutían si el misterio
estaba en el alabeo del pliegue o en la suerte del soplo, todos
pagaban luego de haber visto el vuelo de las papirolas.
El día que el viejo terminó de gastarse, Teobaldo
recogió en las calles una muchacha que tenía el alma
más ajada que la piel del viejo. -Quiero tener un nombre
nuevo-, le dijo. Él la llamó Clara, para complacerla.
En la oscuridad, bajo el lienzo del carro ella comenzó a
entregarle por compasión su sexo y a cambio Teobaldo intentó
el amor.
Clara se quedó largo tiempo acompañándolo en
su deambular. Se sentía buena, acariciada cuando él
la miraba. Al mostrarle una mañana su vientre abultado, Teobaldo
tomó las tijeras y con el don que tenía hizo una mariposa
que con dulce vuelo fue al regazo de ella, quien tomó la
silueta y como recuerdo la guardó para siempre.
El se mostraba feliz como nunca; más la tarde que Clara tuvo
indicios de parto Teobaldo miró los huecos del aire donde
debían estar sus dos brazos y se ensombreció su rostro
como si lo atravesase la herrumbre de un clavo. Azuzó los
caballos para ganar el próximo pueblo pero el niño
se apuraba a nacer.
Era una noche de verano, de azul profundo y estrellas. Arrimó
el carro al meandro de un río. En tanto Clara vibraba en
jadeos, el Gran Teobaldo se puso a mirar con desesperación
las sombras; finalmente levantó los ojos y algo le dijo al
oscuro techo y sus lentejuelas. Después le cortó
el cordón con su pie derecho mientras su planta izquierda
tanteó en las penumbras un par de bracitos y puños.
Entonces tomó las tijeras, delineó un ángel,
lo acercó a tomar un soplo del niño y la papirola
partió sin regreso.
El siguiente día llegaron a un caserío rodeado de
viñas, olivos, zumbar de abejas, olor a melones. Había
en venta una finca muy verde; le pareció un lugar conveniente
donde el niño podría crecer fuerte, sano, y cuando
fuese grande, bastarse para vivir de sus viñas.
En pocas semanas el pequeño Teo se veía saludable
y vivaz. Sin embargo, Clara notaba una creciente angustia en los
gestos del padre que evitaba acercarse a la cuna. Hasta que una
tarde se consiguió otro viejo, vació a los pies de
ella el contenido del doble fondo que tenía el pescante
del carro y dijo marcharse de viaje por unos días.
Algunos vecinos oyeron que al partir le gritó al cielo, que
ya comenzaba a llenarse de estrellas: -¡Estamos a mano!
Durante algunos años, de tanto en tanto, el niño recogía
unos angelitos de papel recortado que caían sobre los techos.
Después, nada más.
Mucho se dijo y desdijo acerca del hecho de que el carromato no
regresó nunca a Los Veinte Viñedos. Mi padre y yo,
particularmente, nos inclinamos a aceptar como seguro lo que afirmaba
mi abuela: Teobaldo habría ofrecido al cielo no ver más
al niño si nacía con brazos. Ella lo afirmaba mostrando
una papirola amarillenta con forma de mariposa que había
guardado de recuerdo.
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